Ricardo Gil Otaiza: Una de Dostoievski

He vuelto a El jugador de Fiódor Dostoievski (Planeta, 2002), otra de mis lecturas juveniles, y si bien fue grata, no hubo el deslumbramiento de la primera vez, y asumo que esto ha sido así por razones obvias: soy ya un señor mayor con muchas lecturas encima, y con una larga experiencia literaria sobre mis hombros. En líneas generales, recordaba aquella vieja lectura, sobre todo porque tiene que ver con el aspecto lúdico, que es esencia en las edades primeras, pero debo confesar que había magnificado su peso y su belleza, porque a medida que me adentraba en su trama, sentía muy flojos a los personajes y a sus circunstancias, y no me lo podía creer.

Atesoramos en nuestra memoria cuestiones que, lamentablemente, no se sostienen en el tiempo (por lo menos, muchas de ellas): afectos, ideas, emociones, anhelos, gustos, percepciones, y lecturas, entre otros. Hay en El jugador un “algo”, que, a mi manera de ver, no se concreta con respecto al plan inicial de la obra, que como sabemos fue escrita en un mes, casi en un arrebato creador, y coinciden los críticos en afirmar que el personaje narrador, Alexei Ivánovich, es un disfraz tras el cual se oculta el autor, quien era ludópata, como lo es personaje. Ambienta su historia el novelista en una ciudad de ficción: Ruletemburgo (que vendría a representar a Baden Baden: un balneario ubicado al sur de Alemania), y los episodios se desarrollan en un gran hotel, en donde confluyen todos los personajes, y es el escenario ideal, ya que cerca se halla el casino: epicentro de las más ávidas pasiones del dinero y el poder.

Alexei es un joven de bajo estrato social, que se desempeña como preceptor de Misha y Nádenka: los hijos de un oscuro y perverso general en bancarrota, que espera con ansias la muerte de su anciana tía Antonina, para así salvar su honor y reputación. Según palabras del propio general, Alexei es “informal y capaz por ello de dejarse arrastrar hacia el juego”. En el fondo, el joven es un ludópata, pero su mayor ambición es ganarse los favores de Polina Alexándrovna, hijastra del general, a quien ama ciegamente y por la que sería capaz de asesinar si ella se lo pidiera. Pero no le corresponde, no es un aristócrata, pero sí lo utiliza vilmente para sus fines, y éste se hace esclavo de sus designios.

No obstante, a pesar de hallarse en una situación económica desesperada, el general guarda las apariencias, y se empeña por mostrarse ante la sociedad como un hombre rico y afortunado. Es más, siente una pasión amorosa por Mademoiselle Blanche de Cominges, quien siempre se hace acompañar de su madre, madame de Cominges, y con estos planes de boda y de rehacer su fortuna, deja a sus hijos sin su herencia y cruza los dedos para recibir de una buena vez, el telegrama que le anuncie desde Moscú, la muerte de la abuela Antonina. Para decirlo con precisión: este hombre es un canalla y un cobarde, que articula fríamente los hilos de su entorno, e intenta imponer su menguada autoridad.

Son muchos los personajes que interaccionan en el libro, en una suerte de juego de máscaras, en donde nadie es lo que parece, cada quien esconde sus intereses e intenta guardar las formas. Lucen papeles secundarios, aunque no desdeñables, gente como el inglés míster Astley, quien también se enamora de Polina, pero esconde sus sentimientos desde el recato y el pudor; el francés De Grieux, quien manipula a la callada. El personaje de la tía Antonina al comienzo es fantasmal, pero llega un momento en el que la vieja hace su aparición, y se produce en la familia y los invitados toda una revolución sumamente divertida, porque llega a poner orden, a echarles en cara su desprecio, a quitar las caretas a quienes desde siempre han deseado su muerte: sobre todo al general, a quien detesta y no se cansa en repetirle que no cuente con su dinero.

La abuela Antonina aparece en escena a poco menos de la mitad del libro, pero surte un efecto mágico, porque a ella se debe la fuerza de la trama, es ella la que pone los puntos sobre las íes, es su desparpajo y locuacidad lo mejor de estas páginas; yo diría que es el personaje estrella. De la nada emerge y a partir de entonces todo cambia: se empeñará en que Alexei la lleve al casino, porque desea aprender a apostar dinero en la ruleta, y así, por mera intuición senil (tiene 75 años y deben llevarla en silla porque es impedida), comienza a ganar toda una fortuna. Antonina se emociona y se abre su ambición: apuesta a ciegas y por mero azar empieza a perder, no solo lo ganado, sino también su patrimonio. Pierde tanto, que decide devolverse a Moscú, y tiene que buscar dinero prestado para el pasaje en tren, y así como emergió este personaje, desaparece, y es al final que se hace referencia a su esperado fallecimiento.

Coincido con algunos críticos, en que el gran mensaje de El jugador no es otro que la incapacidad humana de tomar con certeza los hilos de la vida, para dejar todo al arbitrio y al azar. El juego y el amor (la seducción) son metáforas mediante las cuales el autor nos muestra lo vulnerables que podemos ser frente al poder, de allí que pongamos todo nuestro empeño en alcanzarlo, aún a costa del honor y de los más preciados valores civilizatorios. Hay una crítica a la inmensa hipocresía de la aristocracia, que se ve ridiculizada en su perfidia, así como al carácter ruso, llevado al extremo de la fábula.

rigilo99@gmail.com

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