Ricardo Gil Otaiza: Un grato encuentro

Fui invitado por la periodista y profesora Adriana Heras, a un conversatorio con los estudiantes de la Maestría en Lectura y Escritura de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes, en el marco de la asignatura Teoría de la Escritura, para que compartiera con ellos tópicos, experiencias y el diario trajinar en mi ya larga carrera como escritor, que sobrepasa los treinta años como autor publicado, y supera los cuarenta si añado mi fase de tanteo y de formación libresca y escrituraria (que partió, dicho sea de paso, desde el propio bachillerato), y créanme, para mí fue fascinante que la buena amiga me llevara a su clase, porque no hay cuestión más enriquecedora y estimulante que el poder compartir con estudiantes, y así establecer con ellos una dialógica que abra compuertas y nuevas visiones acerca de una determinada área y, en el caso de la escritura, pues estimula en mí aún más una vena y una pasión que se han hecho, qué dudas caben, modos de entender y de recorrer la vida.

El encuentro se dio el día viernes 8 de marzo, y lo que inicialmente estaba pautado para durar desde las 9 hasta las 11, se extendió hasta el mediodía, y yo feliz (posiblemente ellos también), lo que me permitió hablar acerca de mis inicios como escritor, de mis aciertos y dudas, de los caminos recorridos en un oficio duro, muy duro, aunque se piense lo contrario, de cómo planifico los textos y los libros, de la manera de elegir los temas (aunque a veces ellos me eligen a mí), de cómo concibo la longitud del libro en el proceso de escritura, de la estrategia para la elección de los títulos y si lo hago al inicio o al final de la jornada, y todo esto, como ha de suponerse, salpicado de anécdotas a veces jocosas y otras tantas de orden metafísico (si se quiere): de cuentos y episodios que se remontan a mi lejana adolescencia, cuando quedé prendado de la vida y de la obra del gran poeta lírico venezolano Juan Antonio Pérez-Bonalde, desterrado en los Estados Unidos, cuyo poema, el ya clásico Vuelta a la Patria, tuve que recitar en estado de pánico frente a mis compañeros del cuarto año de bachillerato y, desde entonces, con catorce años apenas, me hice la promesa de escribir algún día acerca del desdichado bardo, y de su hermana Elodia Carolina, a quien se lo dedicara, cuestión que cumplí años después con mi novela Una línea indecisa (Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1999), que tantas satisfacciones me sigue dando.

Hubo un punto en el que varios participantes hicieron énfasis, y es el relativo a la voz interior del escritor, que no es sencillo de explicar, y su interés me permitió hablarles de cómo he percibido, con casi todos mis libros (hasta ahora van treinta y seis publicados y seis inéditos), que una voz al oído me dicta todo lo que tengo que escribir, y ello es tan cierto, que cuando trabajaba en mi primera novela Espacio sin límite (Consejo de Publicaciones de la ULA, 1995), y estando encerrado trabajando en el cuarto que fungía para entonces como biblioteca, mi esposa tuvo que entrar de golpe para saber por qué me reía a carcajadas, y lo hizo, supongo, porque pensaba que me estaba volviendo loco, y mi respuesta fue espontánea y antológica, les juro que no la pensé: “De las vainas de Ramiro Valbuena”. Ella me dijo, con cara de espanto: “¿Y ese no es tu personaje, pues?” “Sí, pero es que tiene mucho sentido del humor”, le contesté con absoluta convicción. Ese desdoblamiento que se intuye en lo contado, implica, sin más, la amalgama perfecta creador-creado, pero es al mismo tiempo una acción completamente autárquica de parte del personaje, que cobra vida y se escapa rápidamente de las manos de su creador.

Entre los hechos extraños que les conté a los estudiantes, fue algo que me sucedió cuando mandé la novela Una línea indecisa a la editorial para que consideraran su publicación, ya que varios meses después me llamó el adjunto al editor para anunciarme que había sido aprobada, pero me solicitó que le bajara la edad a Elodia Carolina, que contaba con noventa y cuatro años, ya que siendo el personaje central de la trama veían con mucha preocupación su senectud, y como se ha de suponer yo no podía aceptar tal petición, ya que ello implicaba desnaturalizar toda la historia, centrada precisamente en las chocheras de la anciana, en su memoria intermitente, en los despistes propios de la edad, aparte de que me inspiré para recrearla en mi abuela materna Teresa, a quien tanto amé y le dediqué el libro, y que para entonces tenía la longeva edad, y para mi consuelo el vocero de la directiva me prometió plantear el caso, y así lo hizo: días después me anunció que la edad de Elodia Carolina era intocable.

Pasaron los años queridos lectores, y hallé en la web un hermoso texto crítico a mi novela de la hispanista española Carmen Ruiz Barrionuevo (a quien luego contacté), de la Universidad de Salamanca, y mi sorpresa fue mayúscula al enterarme por ella, que efectivamente Elodia Carolina falleció a los noventa y cuatro años, y no me lo podía creer, porque le di esa edad en honor de mi abuela, pero los retruécanos de la vida me enseñaron que en todo hay causa y efecto, nada escapa a ello, y tenemos que hacerle caso a los pálpitos y a las intuiciones; ergo: a esa voz interior que nos posee y hace de los escritores meros amanuenses de lo sutil e imponderable.

rigilo99@gmail.com

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