22 de noviembre de 2024 11:42 AM

Linda D’Ambrosio: Sardinas: de Goya a Naiguatá

En muchos lugares de España e Hispanoamérica el Carnaval llega a su fin con una curiosa tradición: el Entierro de la Sardina.

Este ritual, que se lleva a cabo el Miércoles de Ceniza, parodia un cortejo fúnebre que desemboca en la quema de alguna figura simbólica, generalmente la representación de una sardina. Quienes participan suelen vestirse de curas y viudas, figuras protagónicas del sepelio, que lloran la muerte de la sardina, señal de que ha concluido carnaval.

En nuestro país, quizá la más conocida celebración de este festejo se lleva a cabo en Naiguatá, en donde los pescadores han recorrido durante sesenta y cinco año las calles mientras portan un ataúd que contiene una sardina gigante hecha de cartón y decorada con elementos vegetales.

Pero ¿cuál es el origen de esta curiosa tradición?

Casualmente vivo en el lugar exacto en que se produjeron los hechos que desencadenaron esta costumbre, en las inmediaciones de la antigua Hacienda de La Florida, cerca de la Montaña del Príncipe Pío, desde donde Goya atisbó los fusilamientos del 2 de mayo que después reproduciría en su célebre cuadro. Aquí, a pocas cuadras de mi casa, el notable pintor está enterrado, frente al altar de la Ermita de San Antonio, cuyas paredes decoró con sus frescos, y en cuyos alrededores contempló tantas escenas que después plasmaría en sus lienzos. Entre ellas destacan cinco imágenes que retratan costumbres españolas, ya alejadas de la temática y la estética rococó o neoclásica que utilizaría en los cartones de sus tapices.

Una de estas imágenes representa, precisamente, el Entierro de la Sardina: una escena presidida por un estandarte en el que puede verse el rostro burlón del dios Momo. Se trata de un cuadro de pequeño formato, emplazado hoy en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, y pintado sobre una tabla de caoba que otrora fuera la puerta de un mueble, entre 1812–1819. Ya para entonces habían ocurrido en la zona los eventos que dieron origen a la tradición.

La historia se remonta al siglo XVIII, cuando el Rey Carlos III dio orden de enterrar en la Ribera del Manzanares una partida de pescado que había sido traído para la Cuaresma y había llegado a los mercados en estado de descomposición, generando un hedor insoportable. Los registros históricos, sin embargo, no reseñan más que el entierro de una partida de cerdos, sacrificados por estar contaminados con la peste. Pero en aquella época se solía llamar “sardina” al trozo de tocino o panceta con que acompañaban los aparceros el pobre mendrugo de pan que consumían para el almuerzo. Ello explica que se hablara del entierro de la sardina, no del cerdo.

También se ha explicado cómo, simbólicamente, el enterrar un costillar de cerdo (la sardina) representa la prohibición o restricción de ingerir carne durante la Cuaresma.

Como quiera que fuere, en mi barrio se sigue celebrando el Entierro con solemnidad, bajo los auspicios de la “Alegre Cofradía del Entierro de la Sardina”, a la que solo se puede acceder hereditariamente, y cuyo jocoso himno, acompañado por la música de la zarzuela Marina reza: Venimos a enterrar nuestra sardina/de pena partido el corazón/tan hondo es el pesar que nos invade/ como si el muerto fuera un tiburón.

En nuestro país el entierro se celebra en los estados Vargas y Carabobo, específicamente en Naiguatá, Osma y Puerto Cabello, procesiones en las que destaca la música, interpretada con instrumentos locales, como el tambre, la charrasca y el cacho, y en las que se mantiene el humor que convierte en francachela la luctuosa ceremonia del sepelio.

linda.dambrosiom@gmail.com

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