Amanecemos todos estos días con noticias sobre los extremistas talibanes controlando sistemáticamente capitales afganas. Ahora que las tropas norteamericanas se retiran de Afganistán, los talibanes recuperan el poder que les había sido reducido gracias a las acciones de la alianza armada internacional que allí intervino.
A unos 15.000 kilómetros de distancia, aproximadamente, el cultivo y la producción de sustancias ilegales, consumidas mayormente por norteamericanos y europeos, parecen marcar la agenda política de ese país asiático, sus regiones circunvecinas y el de Colombia.
Un estudio del sociólogo francés Alain Labrousse, “Geopolítica de las drogas” publicado en 2011, mostró un interesante parangón entre los talibanes de Afganistán y las FARC de Colombia. Uno de los puntos expuestos por Labrousse es que tanto los talibanes como las FARC utilizaban el opio que extraen de los cultivos de la adormidera y la cocaína que procesan de los cultivos de coca como arma política para el logro de sus propósitos. Los talibanes y las FARC manejan y utilizan la dinámica geopolítica de las drogas ilícitas para hacer alianzas, siempre regidas por el interés material pero justificadas como necesarias para su lucha política. Otro interesante documento de la académica Ángela María Puentes, “El opio de los talibán y la coca de las FARC”, hace un estudio comparativo que adquiere vigencia ahora que los talibanes están ganando la lucha armada por el poder y las FARC insisten en utilizar la narcoviolencia como complemento a sus logros políticos, consecuencia del negociado habanero.
En Colombia, combinando todas las formas de lucha como lo ordena su manual, los comunistas farianos en alianza con otras organizaciones “progres” avanzan al paso del aumento de la producción de cocaína, ante la impotencia del gobierno por decidirse a fumigar, asustado por las consecuencias inmediatas, que además de protesta social violenta y manipulada por narcotraficantes, involucra la crítica y la presión de una gran cantidad de medios, ONG y personajes de la farándula de los derechos humanos y las protecciones ancestrales, a quienes el destino de Colombia en realidad les importa un pepino.
Ahora que es evidente lo que se había advertido, que los vándalos de la llamada primera línea están siendo alquilados para la barbarie y la destrucción y pagos con el dinero del narcotráfico, es claro que la droga sigue siendo el principal combustible de lo que escritores imaginativos unos, prosaicos otros, y comunicadores también alquilados o interesados, llaman la protesta social pacífica. Grave error el de los alcaldes de Bogotá, Cali y Medellín al legitimar políticamente estas organizaciones impelidas por una ideología de odio y destrucción y que entrenan a sus imberbes fanáticos en el uso del machete. Mientras los talibanes avanzan inexorablemente hacia Kabul, en Bogotá, dos meses de paro violento se disolvieron como una gota de tinta en un vaso de agua, dejando una mancha que no alcanza a detener el maltrecho avance del país debido a la pandemia, pero que previene un feo sabor que todo el país repele.
Se recrudece la violencia del país islámico, con 38 millones de habitantes (Colombia tiene más de 50 millones de ciudadanos) y 650 kilómetros cuadrados de extensión (Colombia tiene un poco más mas de 2 millones de km cuadrados) y el tráfico de opio empieza a aumentar. En Colombia, se registra producción histórica de cocaína y la violencia brota por los 4 puntos. Pareciera que Alá y Jesucristo concurrieran en este desajuste que no puede ir a bien.
Cabe preguntarse si Washington al abandonar Afganistán, una de las fronteras lejanas de su geoestratégica global, dejándole de paso la plaza a China, pondrá mayor interés en su frontera cercana de la geopolítica regional y decidirá afinar su presión sobre países como Venezuela, Cuba y Nicaragua, que además del narcotráfico sirven de cabeza de playa a sus rivales China y Rusia y a Irán, su enemigo.