Generalmente, las grandes tragedias humanas son abordadas en términos genéricos que dan cuenta de la totalidad del fenómeno. Sabemos mucho de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, sus decenas de millones de muertos y su capacidad de destrucción de ciudades y creaciones humanas. Sabemos menos del dolor y la pena de cada uno de esas víctimas que, en la inmensa mayoría de los casos, permanecerán en el anonimato. Los monumentos al “soldado desconocido” son un símbolo de ello. En general, además de la observación directa, son las artes, en especial la narrativa literaria o visual las que nos suelen mostrar ese dolor y esa desolación en concreto, su carne y hueso. Pero también sabemos, imposible no suponerlo, el horror que representó cada caso para las víctimas directas y su entorno afectivo.
Venezuela ha vivido en estos veinte años largos la mayor tragedia de su contemporaneidad, la devastación criminal de casi todas las esferas de su quehacer. El migrante sin rumbo, el torturado y el asesinado, el hambriento, el niño que vio partir a sus padres, la familia desecha, el anciano solitario, el que perdió sus haberes, el ignorado por la salud pública, la educación negada al joven y por ende su futuro robado, el hambriento que come de los desechos, los muertos por entornos criminales …y así sucesivamente. Y cada renglón multiplicado por millares. Cada uno un drama inagotable, demoledor.
Visto así, en concreto, no en los guarismos del economista o en la abstracción necesaria de la visión sociológica e histórica, es el momento que nos hiere profundamente, cuando lo contemplamos y, claro, sobre todo, cuando lo vivimos en carne propia.
Mi entorno, para no ir demasiado lejos, es básicamente de profesores ucevistas o lo que suele llamarse intelectuales y me ha tocado ver cosas que me hubiese costado imaginar en algún momento del pasado. Que un profesor comience su carrera, como instructor, ganando 11 dólares mensuales, lo que equivale al sueldo diario de una empleada doméstica. O que después de toda una vida dando clases e investigando para ascender esté jubilado con unos 40 dólares, parecen chistes de mal gusto. Y el que no puede, familiares mediante, o ejerciendo su profesión en otros ámbitos, sencillamente pasa hambre y muere por falta de un seguro que le permita tratarse con alguna dignidad un contagio de coronavirus. Nosotros que alguna vez, aunque no lo crea, fuimos los empleados públicos mejor pagados del país y con uno de los mejores salarios del continente somos hoy míseros, sin contar nuestras familias atomizadas y viendo hacerse trizas la que fue la más grande fuente de la cultura y el desarrollo nacional y que formaba parte integral de nuestros mayores afectos, el alma mater del país. Ser profesor de la UCV nunca fue para tantos un trabajo, era una manera de estar en el mundo. Veintitantos años es parte muy sustancial de una vida, sobre todo cuando son los postreros, eso nos ha robado esta banda de sicarios despiadados y ruines.
Confieso que yo soy uno de esos que ha perdido todo y que se mantiene precariamente de dádivas familiares. La carrera de filosofía, que es la mía, no es precisamente abundosa en mercado de trabajo, fuera de la academia. De manera que la vejez apacible, parca por supuesto, que me suponía ha sido muy otra. Me ayuda, curioso, escribir sistemáticamente desde el principio hasta el momento, sin cese, denuncias del régimen grotesco, así como saberme con los dos pies sembrados en mi tierra ingrata.
Me parece sano que de vez en cuando además de la situación objetiva del país nos demos cuenta de que la tragedia nacional somos, en el fondo, en muy diversa medida, nosotros mismos. Salvando claro los miserables que perpetraron el robo del erario público más grande, seguro del continente, acaso del planeta. Y los ricos de siempre que poco les ha preocupado el destino de las mayorías nacionales.