Ricardo Gil Otaiza: Escribir un libro

Por mi propia actividad literaria el algoritmo siempre me lleva a las páginas de los libros, y he observado con mucho interés los permanentes anuncios de quienes ofrecen los servicios para ayudarnos a publicar “el libro de nuestros sueños” (este es el anzuelo), pero es tanta la oferta que este asunto me lleva necesariamente a una reflexión acerca de cuán válidas son esas supuestas ayudas que se nos brindan en las redes y en las plataformas a cambio de una paga. Como es lógico suponer, con lo de la Inteligencia Artificial (IA) hoy en boga, pues me asaltan también dudas e interrogantes: de si todos estos anuncios obedecen precisamente a tal circunstancia, y pasemos de pronto a ser víctimas de toda una trama que busca hacerse de un dinero a costa de nuestra credibilidad, porque a mi modo de ver y de entender el hecho literario: echar mano de la IA para producir textos breves o extensos, en cualesquiera de los géneros, es sencillamente hacer trampa.

En estos días volví a acercarme a un clásico de clásicos que leí por primera vez en el ya lejano año 1994, se trata de La llama doble Amor y erotismo (Seix Barral), del Premio Nobel mexicano Octavio Paz. Y traigo a colación esta circunstancia, porque en su Liminar el autor nos cuenta con orgullo, cómo este libro estuvo en su cabeza durante décadas, y ya había perdido la esperanza de escribirlo por las múltiples actividades a las que se vio sometido, al haber llevado una larga vida de diplomático y trashumante, y desde luego: por ser un autor consagrado por la crítica y los lectores, requerido aquí y allá, invitado a eventos y con inmensos compromisos, pero hubo un momento en el que se sintió desconsolado al ver que su promesa de juventud se alejaba cada día más, y con su avanzada edad sentía cierta vergüenza de acercarse al tema del amor y el erotismo. Nos dice: “De pronto, una mañana, me lancé a escribir con una suerte de alegre desesperación. A medida que avanzaba, surgían nuevas vistas. Había pensado en un ensayo de unas cien páginas, y el texto se alargaba más y más con imperiosa espontaneidad hasta que, con la misma naturalidad y el mismo imperio, dejó de fluir. Me froté los ojos: había escrito un libro. Mi promesa estaba cumplida.”

Creo que no hace falta agregar más a esta hermosa experiencia creadora: así es como funciona en buena medida (aunque no hay una norma para esto). Por supuesto, y ya lo he dicho muchas veces acá: hay que ser un buen lector, un muy buen lector para dar ese salto y que, de ese largo proceso, que puede llevarse meses y hasta años (en el caso de Paz lo escribió en escasos dos meses, pero es que lo venía pensando y “redactando” desde su juventud) el que resulte una obra que deje satisfechas nuestras expectativas, pero entre pensar escribir un libro y tenerlo ya escrito en papel o en algún soporte electrónico, hay, qué duda cabe, toda escala de grises que debemos considerar, porque se presentan decenas de factores y variables: bien que favorezcan nuestra intención, o que la torpedean, y esto lo debemos sortear con habilidad y astucia, si de veras ese anhelo se ha instalado entre pecho y espalda y no nos deja vivir, hasta que agotados los tiempos nos lanzamos a esa tórrida aventura y alcanzamos la meta.

Pero… hay que sudar mucho para ver patentizado el sueño, porque ese “parpadeo” del que nos habla el mexicano no es más que una figura poética, muy propia de su exquisita prosa, y sabemos, quienes más o menos tenemos algo de tiempo y de experiencia en estos territorios, que para escribir un libro en dos meses hay que ponerle alma, vida y corazón, dejar de hacer cualquier otra cosa, poner en latencia la cotidianidad (y, con ella, familia, ocio y amigos), y lo peor del asunto es que la mayoría de las veces no basta con todo esto, de por sí extremo, si no nos acompaña la buena estrella: la hipotética musa, esa señora o señorita díscola, etérea e imprecisa, que se hace de rogar, que zigzaguea, que da giros inusitados y nos deja pálidos y sin vista, que se hace la loca: se esconde y se burla de nosotros, y si la fulana decide quedarse hasta el final (porque suele retirarse pronto), nos frotaremos los ojos como hizo el gran bardo, y habremos escrito el libro prometido.

Escribir un libro no es tarea fácil, porque no siempre tenemos el mismo ímpetu y entusiasmo del primer día: somos humanos y estamos sometidos a los vaivenes propios de la vida y de sus a veces duras circunstancias, y los ímpetus suelen bajar de frecuencia, hacerse erráticos y caprichosos, quedarse aletargados y hasta dormidos, pero si logramos mantener la llama doble del anhelo y la disciplina, si trabajamos con ahínco para que ella no se debilite, y por el contrario crezca y se fortalezca cada nuevo día, estaremos dando la batalla y en el camino adecuado para la conquista de la meta, y será el latir de nuestra voz interior el que nos dirá si todo está sobre ruedas, si lo pensado logra con acierto plasmarse en la página, y si hay correspondencia entre todo, y cuando la respuesta inequívoca es definitivamente que sí, no hay vuelta de página: esa obra en ciernes se va concretando y tomando forma, y es entonces cuando nos llega esa “suerte de alegre desesperación”, porque sabemos que el sueño se patentiza en realidad ante nuestros incrédulos ojos, hasta que nos levantamos exaltados y decimos a quien quiera oírnos: ¡promesa cumplida!

rigilo99@gmail.com

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