La temporalidad que inicialmente se atisbaba con la pandemia de la covid-19 se ha convertido en una larga y traumática permanencia. No ha sido solo cuestión de extensión en el tiempo sino de profundidad de sus efectos inmediatos y alcances más o menos predecibles. Es un tiempo atiborrado de acontecimientos: todo lo que por la peste y con ella se ha visibilizado, acelerado y potenciado.
Este angustioso y largo paréntesis es primeramente vivencia personal: de restricciones, presiones, giros, pérdidas y tristezas. Pero también es de exigencia y tensión social y política, nacional e internacional. Nos recuerda cada día lo que tempranamente advirtieron organizaciones internacionales y no gubernamentales, analistas y académicos: los posibles excesos en las limitaciones y medidas a imponer por los gobiernos en medio de los avances del autoritarismo ya presentes en el mundo.
En busca de ilustraciones, no hay que mirar tan lejos como dentro de China, a sus controles sobre Hong Kong y su presión en la frontera con la India o en el llamado Mediterráneo del Pacífico; ni hurgar dentro de Rusia, con lo que rodea al atentado y el proceso contra Navalny o a la presión sobre Ucrania; ni a las regresiones que en Hungría y Polonia se han hecho tan visibles en medio de la negociación y ejecución del fondo de rescate europeo. Tampoco, menos lejos, es necesario detenerse en los trastornos de la gestión de Donald Trump para la democracia en Estados Unidos. Ni siquiera hace falta mirar, más cerca, al triángulo norte de Centroamérica y a la agudización de la erosión institucional y económica que impulsa a su más reciente oleada de emigrantes, a la profundización de la descomposición política del régimen Ortega-Murillo o al caótico manejo de la pandemia y la erosión de la institucionalidad en Brasil.
Para ilustrar lo fundado de los temores de hace algo más de un año no es necesario salir de las fronteras venezolanas: ni siquiera para asomarse al complejo momento social, económico y político en el que el régimen cubano, tan estrechamente asociado al venezolano, confronta los restos a su continuidad.
En Venezuela ya hay un terrible inventario de hechos y decisiones acumuladas en los meses de pandemia que confirman los peores temores: sobre la ampliación de las restricciones al espectro completo de los derechos humanos y sobre la aceleración y profundización de la deriva autoritaria del régimen y sus iniciativas para sostenerse en el poder a toda costa. Las dolorosas y peligrosas consecuencias para el país no solo están a la vista en la agudización de las crisis y emergencias sanitaria, de alimentación, económica, política e institucional y de seguridad pública y nacional. También lo están en los riesgos e intereses ajenos a los que se ha dejado expuesto al país y se tiene visible disposición a mantener, todo en la más extrema de las opacidades.
El mientras tanto venezolano, visto desde el impulso autoritario a consolidar su control total, ha acelerado su paso inhumano, empobrecedor, represivo, obstaculizador de elecciones libres, destructor de institucionalidad y, en muchos sentidos, de estatalidad. Tres temas muy presentes en estos días sirven para ilustrar ese impulso, pero también lo que lo complica.
Al control y centralización de la información sobre la evolución de la pandemia, en un contexto de emergencia humanitaria y de un sistema de salud en ruinas, se añaden los discursos politizados para evadir responsabilidades y atribuirlas a otros y los anuncios tardíos, contradictorios y engañosos sobre tratamientos y vacunas. En realidad ya no son creíbles ni útiles los boletines oficiales. El reclamo social de vacunas, de medicinas y de humanidad se manifiesta sin los distingos que la pandemia va borrando y se expresa en iniciativas de solidaridad, oferta de recursos y exigencia de transparencia.
La situación en la frontera de Apure no ha podido ser silenciada o disminuida en su trascendencia. Es resultado de dos décadas de acercamientos, acciones y omisiones que alentaron la presencia de grupos guerrilleros y paramilitares. También es efecto del abandono de la institucionalidad militar en todo lo que es propio de su misión. Es mucho lo que no se conoce sobre los hechos, pero ha sido imposible ocultar su gravedad: más allá de las declaraciones confrontadoras entre Caracas y Bogotá, esta crisis confirma la evolución de un serio problema de seguridad interior, revela frenos y dificultades del régimen para encararlo y sugiere tensiones puertas adentro, a la vez que evidencia en noticias, reportajes y varios informes la disposición desde la sociedad a asumir riesgos para la documentación de ilícitos y la denuncia de abusos.
No cesa y, en cambio, se sigue acentuando el asedio a los medios de comunicación y a los periodistas. Así es como, tras una larga secuencia contra ellos, lo ilustran en estos días la sentencia contra El Nacional, el cierre de Radio Rumbos y el asedio, represión y detención de periodistas. Las manifestaciones de solidaridad han sido muchas, pero lo más importante es la demostrada voluntad de persistencia de la prensa escrita en el esfuerzo de mantenerse y mejorar su formato digital. Esa voluntad acompaña también a los periodistas que en la prensa, en la radio y en las redes contribuyen con el contrapeso informativo –también formativo– que ha hecho su parte muy importante en la preservación del impulso democrático.
A las medidas represivas, de amedrentamiento y de sometimiento a controles a las organizaciones no gubernamentales se ha sumado la normativa que creó el Registro Unificado de Sujetos Obligados ante la Oficina Nacional Contra la Delincuencia Organizada y Financiamiento al Terrorismo. Se exige a las ONG registrarse y dar información que comprometería la seguridad de sus miembros, sus donantes y de quienes acuden a ellas con denuncias y en busca de la defensa de sus derechos. Ante esa normativa, que cercena la libertad de expresión, asociación y actuación social en el marco legal, no se ha hecho esperar la respuesta de 663 organizaciones sociales, número que se multiplica en la cantidad de personas cada vez más necesitadas de su atención y asistencia. Es notable la cantidad y diversidad de propósitos que se lee en la larga lista de organizaciones que suscriben la respuesta. Allí se refleja el impulso que han mantenido las organizaciones sociales que contra viento y marea siguen ocupándose, sin pausa, del amplio espectro de necesidades y problemas de los venezolanos: con acompañamiento, apoyo, asistencia, asesoramiento, informes, divulgación, denuncias, propuestas e iniciativas.
En suma, en medio de las desgracias y abusos de poder que padece Venezuela con creciente intensidad, la sensibilidad, la responsabilidad y la solidaridad desde la sociedad se han hecho cada vez más visibles, necesarias y profundas en un ya demasiado largo y padecido mientras tanto.