Es obvio que la Iglesia, como institución religiosa, tenga una relación primordial con Dios y una apertura a realidades trascendentes, que la identifican en el campo doctrinal y en el de la praxis.
Ovidio Pérez Morales / El Nacional
Pero la Iglesia -y muy propiamente la católica romana- entiende ese relacionamiento en estrecha e ineludible referencia a su situación y compromiso con este mundo y su historia. Si se dibujase este vínculo podría percibirse una conjugación de líneas vertical y horizontal. San Pablo se entendía como un ciudadano de dos mundos en estrecha interconexión. Para él, la vida terrena era de servicio provechoso para la comunidad y la muerte ganancia celestial propia, como aparece en la Carta a los Filipenses (1, 21-24).
En los evangelios encontramos un texto sumamente expresivo al respecto: la narración que Jesús mismo hace del Juicio Final (Mateo 25, 31-46). Allí el Señor examinará sobre cuestiones terrenas muy tangibles y concernientes a comportamientos con el prójimo necesitado. Se mencionan: comida, bebida, vestido, amparo, salud, prisión. Se castiga la indiferencia y la dureza; se premia la generosidad y el servicio. El texto lo podemos interpretar en el marco relacional persona-persona, como también en el de persona-sociedad, extendiendo la responsabilidad humana a políticas alimentarias e hídricas, habitacionales y sanitarias, carcelarias. Contrariamente a la versión marxista, fe y religión constituyen exigencia de compromiso muy concreto por el bienestar societario terreno, por la construcción de una “nueva sociedad”. La suerte mundana del hombre es, ha de ser, de preocupación efectiva y obligante del cristiano, hasta el punto de que en ello se juega también el destino eterno.
Por Iglesia no se entiende aquí un coto cerrado de fieles ni, menos, una élite jerárquica. Constituye, en efecto, la amplia y vasta congregación o asamblea de los bautizados y creyentes, que en su casi totalidad son laicos, es decir, personas inmersas en el mundo y en el cual han de vivir su fe, actuando la voluntad de Dios. Ésta tiene como precepto máximo y estructurante el amor, la comunión humano-divina e interhumana.
La misión de la Iglesia en el mundo, en la historia, es la evangelización. Esta misión es pluridimensional, pues comprende una serie de objetivos específicos (se suelen precisar seis), desde la proclamación del mensaje (substancialmente Dios Trinidad y su obra salvadora por Cristo), hasta “la contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad” (así tituló su tercer documento el Concilio Plenario de Venezuela), pasando por otros objetivos como la formación (catequesis) y la celebración (liturgia) de la fe, la organización de la comunidad visible eclesial con sus servicios y ministerios, y, finalmente, el diálogo con los adherentes a otras creencias y convicciones, hacia una convivencia fraterna progresiva. La misión de la Iglesia no se reduce, por tanto, a puras expresiones espirituales o culturales, sino que comprende un abanico de manifestaciones o tareas personales y comunitarias, que unen tierra y cielo.
El quehacer político -en el cual se han de distinguir diversos campos o tareas como también sujetos- se inscribe en esta misión y es una consecuencia del mandamiento máximo del amor, que implica servicio, compartir, solidaridad, corresponsabilidad y todo aquello que teje unión. De allí lo abstruso de pretender reducir la fe y su expresión religiosa a una vivencia puramente “privada”, como si el relacionamiento con Dios y con el prójimo pudiese ser exiliado de la plaza pública y de los centros donde se teje la polis. No se trata de teocratizar el Estado y la sociedad, pero sí de evitar que se conviertan en substitutos o contrincantes de lo divino (la idolatría del poder y el “culto a la personalidad” están siempre al acecho) y que interpretaciones del ser humano lo vacíen de su religatio con Dios y terminen volviéndolo contra sí mismo. “La gloria de Dios es que el hombre viva”, como dijo el antiguo escritor cristiano, Ireneo (+203).