Hubo un momento en Venezuela cuando para la izquierda trasnochada, y la que recién despertaba a la democracia, ser sindicalista era una especie de raya, una evidencia de mal gusto político-social, o simplemente prueba de un bochornoso pacto de clase con el diablo. Así, dinosaurios y unicornios se unían de las manos haciendo pucheritos de asquito, cuando cada Primero de Mayo la entonces poderosa Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), sacaba a sus sindicatos afiliados a la calle en una multitudinaria y festiva marcha que culminaba en El Silencio.
Los caricaturistas disfrutaban montones haciendo de las suyas, representando a los líderes sindicales con protuberantes abdómenes y dedos adornados con destellantes anillos. Otro tanto hacían con los patronos de Fedecámaras, también orondos y con oro en los dedos, otro blanco preferido de su innegable ingenio. Empresarios y sindicalistas eran las dos caras de la misma moneda opresora. Así de simple era el baile para muchos ilustrados de la progresía criolla.
Sin embargo, gracias a un soplo divino, la parte más lúcida de la izquierda, que había sobrevivido a la aventura guerrillera, comprendió que fuera de la CTV tan solo podría ejercer un oficio testimonial, repartiendo panfletos en las fábricas de La Yaguara o los Valles del Tuy. Una vez digerida la lección, otros se irían a Guayana a competir -con bastante éxito- por ganarse al proletariado industrial que allí había emergido con la industria siderúrgica y minera. En la CTV se sentaron todos, copeyanos, mepistas, masistas, miristas y hasta los comunistas, recibidos por la sagaz hospitalidad del sector hegemónico adeco. No hubo en la región latinoamericana semejante ejercicio de pluralismo sindical.
Gracias a un elenco de curtidos dirigentes sindicales (perdón, así se decía) la mayoría formados en la lucha en contra de la dictadura perezjimenista, el movimiento obrero venezolano fue un factor determinante en la consolidación democrática del país. Augusto Malavé Villalba, Juan Herrera, José Vargas, Juan José Delpino, Dagoberto Gonzáles, Cruz Villegas, por tan solo citar a algunos de los históricos de diversas orientaciones ideológicas (quedan muchos, por fuera) tuvieron el acierto de combinar acción reivindicativa con responsabilidad política y civil, convirtiéndose en un factor de avance social con paz laboral. Esto último producía ronchas ideológicas en los grupos radicales de clase media que partían de la UCV en sus jeeps Toyota y Nissan a conquistar el proletariado con nombres exóticos como grupo Chocolate Espeso. (Aquí estalla una cascada de carcajadas en off).
Ahora que la larga temporada de ingestión de sicotrópicos políticos parece haber llegado a su fin y varios líderes opositores se encuentran en estado catatónico, sería provechoso que los dirigentes sociales naturales se dediquen a reconstruir sus organizaciones y volver a constituir un tejido que represente los intereses y demandas de sus afiliados. Liberar la lucha social del intento de confiscación de toda iniciativa reivindicativa para ponerla al servicio de los ilusorios, “¡vete ya, grrrr!, y los especiosos gobiernos interinos permanentes.
El movimiento sindical es un potente instrumento de lucha para organizar y darle forma a las demandas de los trabajadores. No es nada nuevo. Para lograrlo debe ser libre e independiente de las organizaciones políticas tanto oficialistas como de oposición. En la protección de su autonomía está su fuerza y capacidad de tener un impacto real y conectar de nuevo con los trabajadores. Otro tanto podría decirse de los gremios empresariales.
No es siempre una tarea heroica, con despedidas apasionadas sobre una estatua, ni llamados incendiarios para que otros armen las barricadas en donde pueden morir. No hay más marquesinas que el tesón, la inteligencia eficaz, la capacidad de diálogo y sí… un poco de sentido común. Son la materia de la acción de los sindicatos.