Desde sus inicios, el régimen comenzó a liquidar las tradiciones democráticas del país. Éstas, mal que bien, se convirtieron en una cultura de libertad de expresión y asociación, y denuncia e investigación, añadido el derecho al pataleo, en todos los ámbitos del quehacer social. Por dura o difícil que fuese la faena, añadido el peligro de ir preso, todo el mundo tenía el derecho de rezongar. Una pelea con la junta de condominio naturalmente que reflejaba la que podía sostenerse con el gobierno de turno. Nos quejábamos, coincidíamos con otros de los residentes quejumbrosos, presentábamos pruebas de los gastos excesivos para el mantenimiento del edificio, y –yendo más lejos– nos íbamos a los tribunales, o acudíamos a la jefatura civil más cercana para firmar una caución para no incurrir en otros insultos o golpes, y ¡ay, de quien tuviera una palanca para meter preso a un vecino!, porque el problema se agravaba para el que lo hizo.
Otro tanto acontecía, por ejemplo, en el Congreso de la República que recibía a los manifestantes, la prensa tomaba sus declaraciones, se consignaba denuncia en una comisión parlamentaria y, por muy gobiernera que fuera la mayoría, comparecían los funcionarios públicos cuestionados. Ya el asunto no era que la PTJ o la DISIP detuviera a los denunciantes, sino el altísimo costo político que el gobierno debía pagar por una medida arbitraria. Por supuesto, esto no ocurrió ni ocurriría con la Asamblea Nacional de 2015 y de 2020, sobrando los comentarios, pero – precisamente al reflejar la clase de sistema político en el que vivimos – la más ligera diferencia vecinal, hoy termina con un denunciante en el calabozo a manos del enchufadísimo del edificio que así lo decidió, celebrando sus escandalosas rumbas hasta el día siguiente, y para el cual no vale la Ley de Propiedad Horizontal ni la Ordenanza Municipal y, mucho menos, el documento de condominio que equivale a la Constitución Nacional, pisoteada desde el mismo momento que ha decidido una remodelación externa de sus terrazas y ventanas, modificando la arquitectura externa e interna del inmueble y afectando, estructuralmente, todo el edificio con una redistribución de los espacios del apartamento.
No constituye una exageración el relato, porque todo el mundo lo padece, al igual que esa directa e inevitable relación sistémica con un régimen que desconoce los más elementales derechos humanos, entre ellos, al pataleo. Pero este asunto nos permite introducirnos a otro muy grave problema que inadvertidamente estamos atravesando: el desplazamiento del dirigente político por sus intérpretes. Volviendo al símil, los actores reales de la vida vecinal en un edificio son sus propietarios e inquilinos. Quizá pudiera importar, en un momento determinado, la opinión del conserje, del técnico que repara el ascensor u otra persona, pero la ciertamente decisiva es la de los copropietarios y, sobre todo, la de aquellos que se han elegido para la junta de condominio. Sentimos que en la vida política de la Venezuela de estos días importa cada vez menos el parecer de un dirigente político que el de un periodista o un politólogo, por citar un ejemplo. Obviamente, este personaje no responde, directamente, por sus actuaciones, ya que nadie lo eligió como concejal, diputado, o, al menos, integrante de una dirección partidista. Bastaría con apelar a Max Weber para distinguir al político del científico, pero es necesario seguir ilustrando el fenómeno de lo que transcurre en nuestro país, porque la antipolítica, su más cercano precedente, fue la que condujo en última instancia a la entronización del socialismo del siglo XXI en Venezuela, y a un supuesto mesías en 1998.
En días pasados leí una interesantísima y reciente entrevista realizada por un periodista que fue estrella de la fuente política de los noventa con una joven politóloga de importante trayectoria en las redes sociales. El caso está en que él le preguntó sobre el futuro a mediano plazo de un país bajo radical certidumbre, como si fuera una dirigente política que decidiera las tácticas y las salidas estratégicas, exigiéndole un mayor ejercicio de una realidad de la que no es directamente responsable. Vale decir, le pidió algo más que una interpretación de los hechos que públicamente se conocen, porque lógicamente no podía aportar otros inéditos, ya que no se trata de un actor político. Y llama, poderosamente, la atención, porque el dirigente político es – ante todo – alguien que genera y trabaja con los hechos que es lo que, fundamentalmente, se espera de él; además, puede ser un extraordinario intérprete como lo hemos tenido en nuestra historia, siendo tan difícil combinar ambas facetas, pero lo imprescindible son los hechos.
Lo anterior nos pide recurrir a otro ejemplo, como si lo más importante para un periodista de sucesos no fuese indagar directamente con la víctima o el victimario, yendo al escenario de la tragedia y, en su lugar, sólo privilegiara la versión de la autoridad policial que le puede mentir porque al gobierno le interesa que se sepa de una suerte consecutiva de homicidios recurrentes, o la del criminólogo. ¿Qué está ocurriendo? ¿Son tan malos los políticos que no pueden declarar? Entonces, ¡póngalos en evidencia! ¿Son tan malos los políticos que ni siquiera suscriben un texto de opinión, sino que los encargan? Luego, ¡entrevístelos y desnúdelos! Muy probablemente el periodista y la politóloga en cuestión no tienen culpa alguna, pero me parece que la cosa responde a otra de una mayor e insospechada profundidad: preparar el terreno para que la política no quede en manos de los políticos que están preparados o se preparan profesionalmente en la vida para serlo, a favor de otros profesionales que refuercen el espectáculo. De ser así, superado el régimen de Maduro, no tardará en volver. Ocurrió por unas horas en abril de 2002 que, después de la renuncia, por falta de olfato político o por intentar dejar a los políticos fuera de la jugada, Carmona fue barrido; y está ocurriendo ahora, cuando el interinato lo ejerce alguien que demasiado temprano asumió una enorme responsabilidad política como Juan Guaidó, porque no la quiso asumir simplemente Omar Barboza, anterior presidente de la Asamblea Nacional, veterano de varias guerras mundiales. ¡Y más no se puede estirar la cuerda del interinato!
Luce como un propósito promover a personas que jamás han concitado otras voluntades y mucho menos las han articulado, cursando sus estudios universitarios con exclusividad sin aprender las más elementales herramientas desde la delegación de un curso o el desempeño en un centro de estudiantes para el cual fue elegido. No importa. Se piensa que un político de oficio puede improvisarse, pero no aceptarían poner un delicado problema de salud o legal ni siquiera en un novel médico o abogado y, muchísimo menos, en quienes no detentaran el título universitario. Parece que no aprendemos las lecciones. Hubo otro periodista muy famoso, cuyo principal renglón fue el de la corrupción administrativa contra la que luchaba. Apoyó a Hugo Chávez y terminó peleando con él, muriendo en el exilio. Porque del dicho al hecho hay mucho trecho. Siempre recuerdo a una politólogo muy competente, con la que se podía estar o no de acuerdo, pero –por lo general– era y es, acertada. Interrogada en una ocasión, sentenció, palabras más, palabras menos: muy bien, pero que los encuestólogos dejen a los políticos hacer su trabajo. Y viene a colación el detalle: los empresarios que aportan sus magníficos estudios de opinión tampoco pueden convertirse en los estrategas, que no son, de los hechos políticos. Por estos días que se cumple medio siglo del viaje de Richard Nixon a China, abriendo las puertas de una era diferentes, recordamos: el brillante académico, sagaz intérprete de la historia y, más tarde, un cotizado consultor, como Henry Kissinger, jamás pretendió sustituir al político de profesión que alcanzó la presidencia de Estados Unidos.
Todos estos relatos nos enseñan que zapatero a sus zapatos, y esto no implica que desde otras índoles no puedan hacerse aportes que bastante falta hacen para la reconstrucción del país. En otras palabras, un ingeniero o médico de profesión que, por ejemplo, se dedica a las labores políticas -como en muchas ocasiones ha sucedido- o un autodidacta que proviene de las luchas laborales o agrícolas, pueden incursionar con éxito en el ambiente político. Los que hemos insistido, resistido y persistido sabemos que no es solo desde los textos ni desde la improvisación que se pueden dirigir o manejar la situación política. Ejercer la política es más que una mera ejecución de ella; se necesita una sólida formación, una amplia experiencia de vida y una transparencia en las conductas y decisiones políticas del país.