Se llamaba Gumersindo Serrano, pero para nosotros era simplemente Yiyo. Llegó a mi casa antes de que naciera mi mamá. No sé cuántos años tendría entonces, pero permaneció con una fisonomía inalterada toda la vida. No le gustaba que le tomaran fotos… solo muy al final permitió que le tomara una foto con mis hijas… Menciono lo de las fotos porque en la única foto que mi abuela logró tomarle cuando mi mamá estaba pequeña, Yiyo aparecía idéntico a como yo lo conocí y como lo conocieron mis hijas.
El sombrero de pelo’e guama formaba parte de su cuerpo. Usaba pantalones de kaki que no disimulaban sus piernas totalmente cambetas, lo que hacía que su caminar fuera divertido, pero jamás un impedimento: Yiyo trepaba las matas mejor que un mono.
El jardín era su hogar: Yiyo era el mejor jardinero del mundo. Todo lo que sembraba retoñaba y crecía fuerte y frondoso. Tal vez porque le echaba borra de café a la tierra. Y cuando Yiyo no estaba sembrando o desmalezando, barría. Su escoba era su compañera.
Yiyo era poseedor de una sabiduría ancestral. Pero en mi casa nadie se asombraba por las cosas que él hacía. Eran parte de nuestras vidas, como lo era el mismo Yiyo.
Él podía, por ejemplo, apagar la fogata donde quemaba las hojas secas soplando desde muy lejos. Usualmente lo hacía cuando nosotros nos acercábamos demasiado cuando jugábamos a la “ere” o al escondite, y pasábamos en carrera desenfrenada cerca del fuego. Cuando crecimos más, jugábamos a brincar sobre la fogata, y siempre, de lejos, Yiyo soplaba y el fuego se apagaba.
―¡No, Yiyo, no la apagues! –gritábamos.
―¿Y si te tropiezas? ¿Vas a quemarte las rodillas? –decía invariablemente.
―¡Yo no me voy a caer, ni me voy a quemar!
Pero era inútil pedírselo.
Cuando nos picaba algún insecto, Yiyo trituraba con sus dedos “tres hojitas” y nos las colocaba sobre la picada. Tenían que ser tres hojas distintas, aseguraba él. Esa receta siempre me ha funcionado, hasta para las picadas de avispas.
A Yiyo no le gustaban los insectos, porque los insectos se comían las matas que con tanto amor cuidaba. Los gusanos peludos, grandotes y de colores brillantes tenían en él a su peor enemigo. A esos gusanos les encantaba la mata de amapola. Y Yiyo esperaba pacientemente a que se cundiera de gusanos. Entonces agarraba un gusano, lo mataba, lo trituraba y lo enterraba al pie de la mata. Al día siguiente, si se veía de lejos, cualquiera creería que el suelo estaba cubierto por una alfombra mullida y multicolor. Pero al acercarse, se daría cuenta de que no se trataba de algo tan estrafalario como pudiera ser una alfombra debajo de una mata de amapola, sino una infinidad de gusanos muertos.
Tampoco le gustaban los camaleones. Tenía una aprehensión especial por ellos. Siempre nos previno de que, si un camaleón nos llegaba a tocar, incluso a rozar, debíamos tomar agua primero que él, porque el que no tomaba agua primero, se moría.
Una tarde de Semana Santa, mis hermanos y yo estábamos sentados en el murito que había alrededor del jardín donde estaba la mata de rosa de montaña, merendando mangos de bocado. En la mata de rosa de montaña vivían muchos camaleones. De pronto, un camaleón dio un enorme salto y cayó sobre mi hombro. Fueron fracciones de segundos que resultaron eternos y aterradores. No sé si fue por mis alaridos o solo porque quería un apoyo para su siguiente salto, el camaleón siguió raudo su camino.
Entonces Yiyo salió de la nada, me llevó a la pila que había debajo de la glorieta de la mata de trinitarias, me metió la cabeza en el agua y me dijo:
―Rápido, niñita, toma agua, toma agua.
Nosotros teníamos absolutamente prohibido tomar agua de la pila: era agua estancada ya que la fuente había dejado de funcionar. Pero la manifiesta angustia de Yiyo y sus advertencias sobre que había que tomar agua antes de que el camaleón lo hiciera, pudieron más y tomé abundante agua de la pila. Aún recuerdo el sabor entre metálico y mohoso, no sé si por lo malo o por el miedo. Un rato más tarde, Yiyo se apareció con el camaleón muerto.
Si ese día fue una sorpresa que Yiyo hubiera salido de la nada, hubo otro día cuando demostró poseer el don de la ubicuidad.
Era un sábado en la tardecita y Yiyo, como siempre los sábados, había salido. Nosotros jugábamos en el jardín y los adultos conversaban en el corredor. Alguien observó lo feos que se veían unos alambres en el lindero con los vecinos. Mi papá decidió ir a cortarlos. Se subió en una escalera, alicate en mano. Cortó el primer alambre y subió dos peldaños más. Cuando trató de cortar el segundo, alcanzó a gritar:
―¡Me electrocuto!
El alambre estaba amarrado de un cable de electricidad de alta tensión.
Una tía abuela mía gritó:
―¡Corten la luz! – pero no había quien subiera al cuarto de los interruptores a hacerlo.
De repente, la luz se cortó y mi papá se bajó de la escalera, lívido. Yiyo, aparecido de la nada, había cortado la luz.
Pero si esta aparición resultó mágica, también lo resultó su obra más insólita. Supimos que era insólita por la reacción de un taxista que estaba en mi casa esperando a un tío mío.
Era uno de los días de fin de sequía y el calor era insoportable. Acabábamos de almorzar y salimos con pesadez al jardín donde esperaba el taxista. Buscamos sombra en la glorieta de la pila. De pronto, un “chiss, chiss, chiss” nos llamó la atención. Volteamos.
“Chiss, chiss, chiss”.
¡Era una culebra cascabel, armada y lista para atacar!
―No se muevan – susurró el taxista.
En ese instante apareció Yiyo. Su presencia nos calmó. Sabíamos que él se encargaría de la culebra. Estiró el brazo con el que sostenía la escoba en dirección a la culebra y se la quedó viendo fijamente. Fue algo que jamás olvidaré. La cabeza de la culebra comenzó a temblar. Luego le tembló todo el cuerpo. La lengua, segundos antes erecta, le quedó colgando. El “chiss, chiss, chiss” ahora sonaba más rápido. ¡Chiss, chiss, chiss, chiss, chiss, chiss! Estaba agonizando. Y Yiyo seguía viéndola fijamente, apuntándola con la escoba.
Finalmente cayó muerta. Nosotros celebramos con alborozo. Pero el pobre taxista estaba espantado. Tomó la manguera, se echó agua en la cara, balbuceó algo que no entendimos, se montó en el carro y salió en retroceso a toda velocidad.
Lo mágico de estar con Yiyo lo volví a vivir cuando mis hijas estaban chiquitas y les encantaba estar cerca de él, tanto como le había encantado a mi mamá cuando era niña y más tarde a mis hermanos y a mí.
Cuando yo venía a Caracas, Yiyo y mis hijas pasaban horas juntos. Siempre cerca, pero siempre haciendo algo, porque Yiyo no sabía estar sin hacer nada. Le preocupaba que mi hija mayor no caminara bien y me preparó un menjunje de aguardiente con una culebra morrona que amorosamente envasó en un frasco de vidrio, para que yo le diera fricciones en las piernas. Lo hice con la fe absoluta de que si Yiyo lo había preparado, tenía que funcionar.
Un día me dijo que iba a encargar un chivo vivo, porque la “cagarruta” de chivo era también muy buena para dar masajes y mejorar los trastornos de la marcha. A todo el que llegaba le preguntaba si iba por los lados de Lara o Falcón para que le trajeran el chivo.
Recuerdo el día de las fotos. Yo tenía tiempo pidiéndole que me dejara retratarlo con las niñitas porque conocía su reticencia, sin embargo, no perdía la esperanza de que se dejara retratar. Ese día se acercó con su escoba y unas mangas que había recogido.
―Toma para que les des mangas a las niñitas. Y trae la cámara para que me tomes las fotos con ellas –me dijo.
Yo literalmente volé a buscar la cámara antes de que se arrepintiera. Las fotos quedaron bellísimas. Tal vez Yiyo, con esa intuición que tenía para todos los hechos naturales, intuyó que el final estaba cerca y quiso dejar un recuerdo.
―La muerte está en la mata de manga –me dijo una mañana. Eso mismo había dicho unos días antes de que mi papá perdiera la vida en un accidente de tránsito.
―¡Ay, Yiyo! ¡No digas esas cosas! –le pedí.
―Ahí está… pero no te preocupes, me está viendo a mí – dijo con naturalidad.
Yiyo falleció una semana después, un día en que olía a tierra mojada porque había caído un aguacero, justo en el momento en que salió de nuevo el sol, los pajaritos trinaban y un magnífico arco iris cruzaba el cielo de Caracas, desde Petare hasta el centro. Esa maravilla sensorial fue el merecido homenaje de la
Naturaleza a su amigo de sombrero de pelo’e guama, alma transparente y generosidad ilimitada.