Cuando Estados Unidos y sus aliados de la OTAN le declararon la guerra al gobierno talibán, luego de los atentados del 11 de septiembre, pensaron que en Afganistán sería posible establecer un gobierno democrático estable, capaz de organizar un Estado que unificara y representara a las distintas tribus, y cohesionara al país en torno del propósito de construir una nación en la cual las distintas tribus, grupos étnicos y religiosos conviviesen en paz. Se equivocaron.
Los fundamentalistas talibanes habían triunfado en su lucha contra el gobierno prorruso instalado luego de la invasión soviética. El régimen de terror impuesto por los integristas ha sido descrito en reportajes, documentales, películas y novelas. La población afgana, especialmente las mujeres, vivieron en el infierno una larga temporada. Las democracias occidentales se escandalizaban de las historias que se conocían, pero ninguna coalición de fuerzas intentó impedir la barbarie. Para no crear más problemas de los que ya existían con el mundo musulmán, los demócratas del planeta se inhibieron. En nombre de la autodeterminación y la soberanía de las naciones, el planeta se desentendió de la suerte de los afganos. Tuvieron que ser derribadas las Torres Gemelas para que el mundo entendiera la gravedad de lo que ocurría allí y el peligro que ese grupo de psicópatas significaba para la humanidad. Afganistán, además de haberse convertido en una inmensa cámara de tortura colectiva, era el refugio de los terroristas de Al Qaeda, entre otros grupos yihadistas, que se financiaban con el tráfico de heroína. Allí vivían, se entrenaban y planificaban sus operaciones.
La invasión de 2001 le infringió una derrota militar a los talibanes y, en general, al integrismo islámico. Pero, de ningún modo ese descalabro significó la aniquilación definitiva del grupo. Los talibanes entendieron que debían replegarse, reorganizarse y rearmarse para la reconquista del poder. Esto fue lo que hicieron con el apoyo de Pakistán y, al parecer, del reino sunita de Arabia Saudita. Mientras los talibanes se fortalecían, obtenían cada vez más espacios y se ganaban la confianza de los sectores más empobrecidos de la sociedad, las élites que apoyaban la reconstrucción del país, dilapidaban los recursos de la ayuda internacional, casi 50% del PIB, que se perdían en los laberintos de la corrupción, sin resolver ninguno de los graves problemas de una población arruinada.
Los gobiernos que se instalaron luego de la victoria de las tropas aliadas no pudieron estabilizar la nación. No lograron uno de los objetivos fundamentales para consolidar el país: crear una fuerza armada disciplinada, bien entrenada y bien equipada, capaz de asumir el control de Afganistán y mantenerlo, una vez que las tropas extranjeras se retiraran.
Ese estado de precariedad de las fuerzas del orden tenía que haber sido conocido por la administración de Donald Trump cuando firmó con los talibanes y el gobierno de Afganistán el Acuerdo de Doha, en 2020, inicialmente conocido como Acuerdo para traer la Paz a Afganistán. En ese pacto, Trump se comprometió a retirar los soldados norteamericanos en mayo de 2021, si los talibanes cumplían con lo negociado, uno de cuyos ejes era negociar con el gobierno de ese país la estabilidad nacional. Los integristas, desde luego, no respetaron el tratado. Continuaron con su labor de zapa, convencidos de que la tambaleante administración de Ashraf Ghani, el presidente que abandonó el país, no resistiría la furia de unos milicianos acostumbrados a pelear durante décadas en las condiciones más adversas imaginables, y movidos por la fuerza del fanatismo religioso.
Sorprende la torpeza e ingenuidad de los gobiernos democráticos. Tenían que haber estado advertidos de la fortaleza creciente de los talibanes, en contraste con la debilidad y descomposición del ejército levantado para combatirlos. Creyeron en la firma de una secta terrorista inspirada por el odio a Occidente. ¿Qué pasó con los servicios secretos de Estados Unidos? ¿Cuál evaluación realizaron los oficiales encargados de modernizar el ejército y adiestrar a los soldados? ¿Dentro de cuál marco estratégico se mantuvo la decisión de evacuar las tropas, si era evidente el avance talibán y la incapacidad del ejército afgano para detenerlos? Las preguntas abundan. Todas carecen de respuestas sensatas.
Ahora Trump y los republicanos responsabilizan a Biden de la decisión de retirar las tropas. Lo acusan de inepto. Pretenden sacudirse la culpa, cuando fueron ellos los responsables iniciales del error. Biden pudo haber revertido la decisión de Trump, pero fue este quien se comprometió en Doha a sacar a Estados Unidos del conflicto.
Lo más grave de este compendio de equivocaciones, omisiones y desaciertos es que el pueblo afgano, sobre todo sus mujeres, sufrirán hasta el martirio las consecuencias de haberle cedido el poder a una banda de sádicos misóginos, atados a una interpretación absurda del Corán, a partir de la cual deformaron la Sharia, hasta convertirla en un manual para atormentar el género humano.
Algunos dirigentes talibanes han declarado que el Emirato Islámico de Afganistán respetará los derechos humanos de todos los ciudadanos. Lo mismo dijeron del acuerdo de Doha. No conviene creerles. Ahora tienen el poder casi total. Los afganos quedaron librados de nuevo a su propia suerte. La fatalidad los persigue. La falta de liderazgo democrático en el planeta volverá a sumirlos en las tinieblas. Estados Unidos y Europa pagarán caro su falta de consciencia con la emancipación de las naciones sometidas.
Por la libertad vale la pena pelear, como dice Anne Applebaum.