La pintura renacentista, cargada de significados, ha inspirado kilómetros de textos emanados de las más diversas plumas. Para ilustrar esta afirmación, baste recordar la novela “La tempestad”, escrita por Juan Manuel de Prada en torno al cuadro homónimo de Giorgione, publicada en 1997.
Preñadas de contenidos simbólicos, las obras del llamado Cinquecento han sido objeto de múltiples estudios a lo largo de la historia. Sin embargo, nadie como Erwin Panofsky ha rastreado los orígenes y el significado de las imágenes que aparecen en las pinturas de este período.
Panofsky, alemán de nacimiento, se vio obligado a emigrar a los Estados Unidos en razón de sus orígenes judíos aun antes de la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces se había desempeñado como profesor en la Universidad de Hamburgo, desarrollando una exitosa carrera en torno a la interpretación de la obra de arte.
Entre sus escritos destacan dos monografías que versan respectivamente sobre Durero y Tiziano, en las que resulta evidente su conocimiento del período en que vivieron ambos artistas.
Más adelante, en “Estudios sobre iconología” (1939) Panofsky se referiría concretamente a una de las más polémicas obras de Tiziano: El Amor Sagrado y el Profano. El cuadro, que ha sido objeto de infinitas discusiones, fue pintado al parecer en 1514, con motivo de las bodas del canciller Nicolo Aurelio y Laura Bagarotto, y, en contra de lo que sugiere su título (que le fue adjudicado mucho después), no pretende referirse a dos formas de amor antagónicas, sino a las dos formas en que puede manifestarse un mismo principio: la belleza.
La imagen muestra dos mujeres sentadas al aire libre, en el borde de un sarcófago, como si este fuera el brocal de un pozo. Entre ambas, quizá un poco más hacia la izquierda, puede verse a Cupido, que introduce su mano en el sarcófago, agitando las aguas que lo colman. Una de las mujeres aparece ataviada con sus mejores galas; la otra se presenta en su esplendorosa desnudez.
Panofsky relaciona a estas mujeres con las venus gemelas presentes en el discurso neoplatónico de Marsilio Ficino: La Venere Coelestis, que simboliza el principio de la belleza universal y eterna, pero puramente inteligible, y la Venere Volgare, que simboliza la “fuerza generadora” que crea las imágenes perecederas, pero visibles y tangibles, de la belleza en el mundo.
También Julio Cortázar se referiría a este cuadro a través de sus “Instrucciones para entender tres pinturas famosas”, que forman parte del libro “Historias de cronopios y de famas”: “Esta detestable pintura representa un velorio a orillas del Jordán. […] No será necesario explicar que el ángel es la figura desnuda, prostituyéndose en su gordura maravillosa […] De la figura vestida se ha dicho que representa la Gloria en el momento de anunciar que todas las ambiciones humanas caben en una jofaina; pero está mal pintada y mueve a pensar en un artificio de jazmines o un relámpago de sémola.”
Si bien de acuerdo a los patrones medievales podría interpretarse a la mujer vestida como la casta y a la desnuda como aquella que remite a la concupiscencia, una segunda lectura a la luz de los valores renacentistas revela que la inocencia va asociada a la mujer sin ropas, que no tiene nada que ocultar, mientras la cortesana es aquella que seduce con sedas, joyas y otros artificios humanos. Por ello, la justicia y la verdad han sido representadas mediante la desnudez, hablándose de la “verdad desnuda” (nuda Veritas)
Más allá de la riqueza que supone el vincular consideraciones intelectuales a los recursos plástico-formales, la obra de Tiziano, pródiga también en otros símbolos, mueve a reflexionar y a valorar la transparencia, el discurso directo, la honestidad y la sencillez.
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