Rafael del Naranco: Sobre recuerdos del Kilimanjaro

La vida de nuestro cuerpo se va acortando ineludiblemente sin abatimiento alguno. Asumo 80 años sin enfermedad preocupante alguna. Me beneficié con una operación de hernia hace años, y ahora viene al recuerdo como una lejana anécdota, que se acopla con una batida de 12 horas para “cazar” un león en el Parque Nacional de Tsavo, cortado en dos por la carretera entre Nairobi y Mombasa.

La división de esas tierras se hizo por razones administrativas, pero las dos zonas son notablemente diferentes en su vegetación. Una seca y de matorral espinoso; la otra más variada, montañosa y con hermosas vistas, entre ellas la del esplendoroso Monte Kilimanjaro, la montaña solitaria más alta de África. En otra crónica lo hemos contado: el desprecio de las naciones colonialistas por las fronteras autóctonas, las cuales cambiaron al capricho de sus intereses, dejando con ello un África con graves problemas étnicos y crisis políticas.

El Kilimanjaro, cuya figura elevada a 4.430 metros de altura se puede ver a una distancia de 200 kilómetros en días claros, pertenecía a Kenia desde tiempos inmemoriales. En 1895 el reparto de África por las potencias europeas divide irremediablemente el continente en zonas de influencia.

A Francia, Gran Bretaña, Portugal, España, Italia y Alemania, como si se tratara de un pastel de boda, les toca un pedazo a cada una, y todo alimentado por un llamado empíricamente “partido colonial”, formado por una “troupe” de sociedades geográficas, ligas, periódicos, iglesias y exploradores religiosos, llevando detrás el sagrado concepto de la dominación de Europa sobre el continente negro y pagano.

En estas condiciones, Kenia y Tanzania quedaron en manos de Inglaterra y Alemania respectivamente. Durante esos días, aún el Kilimanjaro pertenecía a los kenianos y estaban inmensamente orgullosos de su montaña, pues la consideraban sagrada y santuario del rinoceronte blanco, el cual acudía a morir en ella al recibir el llamado de los dioses.

Por esos años se casó el nieto de la reina Victoria, el kaiser Guillermo II, y a la soberana inglesa no se le ocurrió otra cosa, como un regalo, cambiar la frontera de Kenia y dejar el Kilimanjaro en territorio tanzano. Eran tiempos difíciles para África y las potencias se repartían el territorio a su antojo.

Por esa razón Kenia, en innumerables ocasiones, ha reclamado su montaña, pero sin efecto, pues los tanzanos se sienten orgullosos de poseerla.

Y por eso el guía keniano de la etnia Masai, nos enseñó desde el mirador de la reserva natural de Taita Hills Games Sanctuary, propiedad privada de la cadena Hilton, el Kilimanjaro, la montaña donde reposan los sueños de sus antepasados, pues desde su cúspide se toca con la mano el mismo cielo.
Al bajar al encuentro del león, al que llevábamos persiguiendo desde mucho antes del amanecer, nos dijo en swahili: “Hakuna matata” (“No hay problema”) y añadió en italiano: “Encontraremos el león.”

No hace falta decir que el safari era fotográfico, pero el amo y señor de los animales de la selva, como ya nos contaba en sus libros el coronel Patterson, que estuvo por Tsavo en los años 1898-99, durante la construcción del ferrocarril Uganda Railway, se hace esperar.

En los dos días que duró la “cacería” hemos visto elefantes, búfalos, hipopótamos, leopardos, rinocerontes, cebras, gacelas, monos, hienas y todo tipo de antílopes, pero el majestuoso león se escondía entre la exuberante vegetación que ahora, después de las primeras lluvias, se transforma de repente. La hierba crece con fuerza y numerosas flores rosadas y blancas, entre ellas la hermosa buganvilla, decoran la pradera de Tsavo.

Ya el sol se estaba ocultando cuando sobre una planicie, doblando unos fornidos árboles llamados baobab, muy comunes en el parque, una pareja de leones la cruzaban con paso sereno como si el tiempo fuera lo único que ellos tuvieran en la vida y nos faltara a nosotros. Aún así, recibieron el disparo del clic de la máquina fotográfica.

Pululan como mariposas después de la incesante lluvia en los últimos días de marzo y primeros de abril traída en las nubes arrastradas por los monzones a todo lo largo de la costa de Kenia, pero ante todo en el sur, entre Mombasa y Malindi, donde hemos recalado como un viento alisio perdido.

Son niños de piel negra brillante, ébano puro.

Salimos a Watamu, el pueblecito de pescadores que nos ha dado cobijo en el bello aposento de “Blue bay Village”, y vienen a nuestro encuentro por los caminos polvorientos de sus cabañas de adobe, con techos de “makuti”, saludando o gritando con algarabía: “Jambo” (hola).

Los más atrevidos preguntan: “Hujambo?” (¿Cómo está usted?). Hemos aprendido, como loro viejo, algunas palabras en swahili, y respondemos con soltura un “Njama, ahsante” (Estoy bien, gracias).

Cada mañana llegan a nuestro encuentro cuando vamos hacia un milagro de la Naturaleza: un acantilado, una albufera y una playa de arena blanca finísima. Es suficiente un caramelo, una bolsita de azúcar, para que salten de alegría como avecillas de casero vuelo.

Pasamos delante de la mezquita, toda ella azul y verde; algunas tiendas y un cine viejo donde aún se puede ver un cartel anunciando una antiquísima película realizada muy cerca de aquí, en el Parque Nacional de Tsavo, por James Stewart y llamada “A Tale of Africa”. Cuando llegamos a la laguna, detrás de unas dunas, un pequeño cementerio musulmán parece salido del mar envuelto en espuma y piedras de coral.

Los niños de ébano nos acompañan y ahora parecen gaviotas negras reposando sobre la arena blanquísima.

rnaranco@hotmail.com

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