Ricardo Gil Otaiza: Ser un escritor

Para ser escritor es requisito fundamental ser un buen lector, ya lo he dicho acá, pero lo contrario no es necesariamente verdad: que todo lector termine siendo un escritor. Conozco grandes y apasionados lectores, que en sus vidas jamás han tomado papel y bolígrafo para escribir un poema, o un cuento, una cuartilla de ensayo o un sencillo pensamiento, y no pasa nada, es perfectamente válido: la lectura es alimento para el pensamiento y para la vida, pero lo que no es para nada válido es que alguien que en su vida no haya leído un solo libro, pretenda hacerse escritor, y sé que los hay, pero yo particularmente los pondría entre grandes signos de interrogación y dobles comillas, porque es como querer hacer una torta tradicional de cumpleaños sin harina de trigo: imposible, es el ingrediente primordial.

En mi caso hubo un momento, algo así como un parpadeo, luego de años de lectura activa, en el que me dije: quiero y puedo escribir. Salí a comprar una máquina portátil y una resma de papel bond, y me di a la tarea de escribir mi primera novela. Con todo y que tenía encima una experiencia lectora inmensa, que había devorado clásicos y best sellers, que conocía la obra de la mayoría de los escritores venezolanos y de otros países de Hispanoamérica y de España, aquella novela resultó ser un auténtico bodrio, que descarté no sin amargura, y que mi esposa rescató de la papelera hasta que, años después, al quejarme de mi tonta decisión, ella fue corriendo a un closet y sacó el impreso metido en un sobre manila y me lo entregó. Se lo agradeceré hasta mi último día. Como la había escrito en máquina portátil y me daba una pereza enorme transcribirla, le encomendé la tarea a un amigo: le pagué su trabajo y me la guardó en un diskette.

Creí que la tarea sería más fácil, pero me equivoqué: reescribir es tan cuesta arriba como cualquier otra cosa del intelecto, y luego de meses dándole vueltas a aquel dichoso archivo, desistí por cansancio y desidia, y arrumé el dispositivo en una torrecita que se levantaba al lado de la impresora. Pasaron otros años más, los dispositivos evolucionaron y llegaron unos de mayor capacidad, y gracias a que mi computadora de mesa es vieja y tiene el lector de los antiguos diskettes, logré vaciar la novela en el disco duro y emprendí de nuevo la ingente tarea de reescritura. Créanme, en el ínterin me hice escritor, publiqué muchos libros, me hice además columnista nacional y, a pesar de todo, la novela se resistía: era algo así como una tarea superlativa que me llevaba de los pelos.

El año pasado me tocó pasar la novela de la computadora a la laptop y me senté a trabajar, y al finalizarla sentí de entrada que lo había logrado, y hasta me atreví a anunciarlo a los cuatro vientos con mucha alegría, pero la decepción volvió a tocar a mi puerta cuando en diciembre me acerqué con cierta curiosidad a releerla, y me volvió a hacer ruido: de nuevo no estaba satisfecho con lo que leía y volví a reescribirla, y al llegar al punto final cerré el archivo y hasta el momento lo tengo en cuarentena, estoy dejando que se enfríe, para que cuando lo abra de nuevo la vea con la mirada de quien se acerca a un texto ajeno. Ya son casi cuarenta años de escritura de mi Bendición final, y aún no me doy por vencido.

Como podrán notarlo, ser escritor no es tarea sencilla, exige de nosotros cientos de horas de trabajo que podríamos invertirlas en otras cosas: viajar, disfrutar del paisaje, ver programas de televisión, pasear, rascarnos la barriga o tirarnos en una cama a solamente descifrar las imágenes que se forman en el techo con la humedad, pero no, eso para nosotros es casi un sacrilegio, y ese “algo” interior, que no sabemos nombrar, nos empuja a levantarnos, a abrir la máquina y buscar el viejo archivo para seguir en lo que estábamos, o abrir uno nuevo, incluso en los días que como hoy, domingo, escribo este artículo que ustedes leerán ocho días después, porque escribir es sobre todo disciplina, es saber que alguien espera nuestra voz convertida en caracteres, en frases, en oraciones y en párrafos, y que algo le dirá, tocará algunas fibras y nervios, y tal vez otro lo pasará inadvertido, o con cara de fastidio y de asco seguirá de largo, como quien ve un escupitajo sanguinolento en medio del camino.

Ser escritor es, sin más, una forma de vida, es que todo gire alrededor del texto escrito o el texto por escribir, es despertarse en plena madrugada y turulato prender la luz, buscar la libreta y el lápiz, y en medio de la más absoluta soledad, escribir aquello que te llegó en el sueño y sabes que es ya, o nunca, porque al amanecer ya no lo recordarás, y que te parece fabuloso y original en ese instante, y al día siguiente te ríes de los jeroglíficos que escribiste y no entiendes ni papa de lo que está en el papel, y haces una mueca de fastidio, porque no te queda otra opción: es parte del oficio, es lo que corresponde cuando estás sumergido en lo que te gusta y sientes con ingenuidad que todo aquello hará mejor a este pérfido mundo, pero pasa el tiempo y sabes que no será así: o te forras en billetes pegando un libro que se convierta en una necesidad del momento, o serás in perpetuum el mismo soñador de niño: cuando lanzabas tus barcos de papel al riachuelo que se formaba con la lluvia frente a la ventana, creyendo que llegarían alegres e incólumes a un hipotético destino.

rigilo99@gmail.com

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