Ricardo Gil Otaiza: Rosa, rosae

Hay autores que nos marcan con su obra o con su vida rocambolesca, o por ambas categorías, y esto es en sí mismo una especie de caleidoscopio, que nos permite acercarnos al hecho literario y a la vida misma, bajo una mirada múltiple y diversa, impregnada de palabras escritas, de textos deliciosos y enfáticos, de historias que te sacan del ahora y te llevan a oscuros rincones o al campo soleado y fresco, y te dejas arrastrar, y como si fueras un portentoso río: fluyes, recorres espacio y tiempo en fracciones de segundos, y tus sentidos se ven impelidos a reaccionar, a transmitirte el arte y la anécdota, a horadar tu pensamiento hasta que no tengas más opción que hacerte parte y todo de la experiencia literaria y humana, y regresas cambiado: ya no te reconoces, algo en tu interior fue modificado para siempre: y sientes a veces temor, pero todo a la final se transmuta en gozo, en crecimiento intelectual y creativo, y te sorprendes cuando hablas y escribes distinto, cuando tu noción estética se amplía de tal manera, que desaparecen las certezas y la relatividad se instala en ti y flexibiliza a tu persona: la hace menos dogmática y anclada a preceptos inamovibles, muchas veces fosilizados, para terminar convertido en una levedad que el viento mece a su antojo. Y esto es la creación.

Me siento monterrosiano. Ese pequeño y gran autor guatemalteco nacido en Tegucigalpa, exiliado en México, llamado Augusto Monterroso (1921-2003), dejó, y aún sigue haciéndolo, una impronta en mi escritura que reconozco y que me encanta. Por supuesto, no ha sido el único (espero hablar de mis otras “influencias” en columnas venideras), pero es de los pocos autores al que regreso una y otra vez, porque su prosa ensayística (fundamentalmente) produce en mí una atracción y un disfrute tan grandes, que no puedo resistirme a sus encantos y a veces, sin proponérmelo, tengo de nuevo en mis manos uno de sus libros, y es un hecho tan extraño y a la vez tan común en mi realidad, que me digo: ¡qué le puedes hacer, estás en tu burbuja literaria, escapas de la realidad y sueñas con dar rienda suelta a la palabra, a que ella hable en sí misma, y aunque no vaya ni tenga la intención deliberada de mover ciertos nervios y fibras, la resultante sea ésa, y el esfuerzo que conlleva la escritura traiga a tu vida lo que de la palabra esperas!

Monterroso abordó con enorme éxito variados géneros: el cuento, la fábula, el ensayo, la novela, el artículo periodístico, el epígrafe, el discurso, la autobiografía, el prólogo y la sátira (a lo mejor se escapan otros), y en todos (y aquí caigo en una afirmación absoluta, que no me gusta, que critico y abomino) fue un renovador. Quienes leemos obras literarias y también pretendemos escribirlas, nos percatamos de entrada que Monterroso rompe los esquemas y escapa despavorido del fulano canon, y es que hay en su obra elementos convergentes y divergentes que reconfiguran lo que antes de la lectura de su obra teníamos y dábamos por hecho. Su maestría estriba (entre muchas cuestiones) en que sus textos sean en apariencia sencillos e inofensivos, pero llevan tal carga explosiva, que en un parpadeo caes en el asombro y quedas estupefacto.

Era tal su dominio de la lengua española desde los clásicos, que dice lo que tenía que decir con tal perfección y riqueza lingüística, que no te queda otra opción que asumir todo aquello como parte de un aprendizaje que nunca agobia, y que con él se hace infinito, y para ello echa mano de una erudición tan vasta y alejada de la vanidad (propia del intelectual per se), que sus palabras se hacen obra en sí mismas y en conjunto, y a la vez pensamiento y dialógica: habla y discurre e interacciona con los grandes del pasado, como si estuviera haciéndolo con un compañero o un vecino, porque para él eso no tenía mayor dificultad: hablaba y escribía desde una formación autodidacta (que ya quisieran tener muchos doctores y lingüistas ufanos): por supuesto, todo esto fue posible gracias a varios elementos, pero solo me adentraré en uno: desde muy joven estuvo consciente de sus falencias y vacíos, y le daba tanto horror y vergüenza el no tener estudios (su precariedad económica fue realmente dura), que se internaba en las bibliotecas a leer a los gigantes universales y procuraba hacerlo, no solo en español, sino que con diccionario en mano iba traduciendo del inglés, del francés y del latín y tuvo buen dominio en todas, aunque él mismo se empeñe en afirmar jocosamente y con cierta ironía, que del latín lo único que recordaba era el Rosa, rosae.

Monterroso vivió exilios en diversos países, fue perseguido político, durmió en cochambres, pasó necesidad, y en la etapa en la que los muchachos suelen estar en la escuela o en el liceo, él trabajaba en una carnicería viendo cómo degollaban a las reses (tal vez, de esta penosa circunstancia le llegó su fijación por las vacas, que aparecen en varios de sus libros), para poder mantenerse y ayudar a su familia, pero en los tiempos libres, cuando no llegaban clientes, tras el mostrador devoraba libros, y entre más leía más se percataba de su ignorancia, y con ese sentimiento de orfandad educativa leyó todo lo que cayó en sus manos, y viendo el dueño del negocio el interés del muchacho por la lectura, le obsequió una caja llena de los clásicos literarios de todos los tiempos, cuestión que agradeció y nunca olvidó

rigilo99@gmail.com

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