Rodolfo Izaguirre: Los peldaños de mi escalera

Rodolfo Izaguirre

El impetuoso y joven arqueólogo mexicano pretendía que inmediatamente después de haberme aventurado a subir y a bajar casi sentado los difíciles, tortuosos y suicidas escalones de la Pirámide del Sol, subiera a la Pirámide de la Luna en los monumentales espacios de Teotihuacán, ese lugar de privilegio donde los hombres se convertían en dioses.

Mientras serenaba mi alma descalabrada le dije que la luna es tan peligrosa como el sol. Fue similar a la respuesta que en francés di a la guía polaca que comandaba el grupo en ese idioma después de sufrir la dolorosa experiencia de recorrer el campo de exterminio de Auschwitz, en Cracovia.

Una vez concluido el recorrido, ella insistía en que visitara el campo de Birkenau a solo tres kilómetros de distancia. Le dije que nada podía resultar más parecido a un campo nazi de exterminio que otro y prefería regresar a Cracovia a meditar, entre lágrimas, sobre aquella jornada de dura pesadumbre. La guía daba por sentado que yo era judío y francés, pero le hice ver que desde Venezuela había cruzado el Atlántico y parte de Europa para estar allí rezagado del grupo visitante, abrumado de dolor al constatar que los nazis fueron capaces de traspasar las murallas de la razón para invadir, recorrer y calcinar las llanuras de la sinrazón en perfectas operaciones capitalistas de una industria de la muerte hasta entonces desconocida. Lo que en verdad me producía escalofrío era la frialdad empresarial con la que se manejó el exterminio de millones de seres humanos; la exactitud de la salida y llegada de los trenes con su cargamento de vidas destrozadas que terminaban víctimas del cianuro oculto en el Zykon B; los oficios y memorandas de la I. G. Farben (Interessen-Gemeinschaft Farben Industrie AG), grupo de empresas de la industria colorante. Le dije que no era ni sefardita ni esquenazi, pero que sufría la tristeza y el desaliento y me ahogaba visualizar el horror del exterminio humano.

Volviendo a las escaleras que mencionaba al principio, se trataba de los absurdos peldaños de unas pirámides aztecas; en cambio, la escalera de mi casa, diseñada con acierto arquitectónico y dividida en dos sectores que hacen ele en el rellano, consta de quince peldaños que hasta hace poco subía y bajaba a trancazos de tres o cuatro tramos, pero con noventa años sobre mis hombros, los subo y los bajo contando uno a uno los quinces penosos esfuerzos que debo reunir para lograrlo.

Toda escalera supone ascender y descender; gradación, relación entre los niveles de la verticalidad. Si no se tiene a mano una escalera se logra con un árbol, una soga, una montaña o una pirámide de Teotihuacán. Al subir, realizamos un esfuerzo físico; hay sudor, pero al mismo tiempo ascendemos, llegamos a lo más alto, nos realizamos espiritualmente. Subimos a la montaña y en cierto modo realizamos el sueño de Jacob de ascender por una escalera de 72 peldaños y perdernos en alguna de las prodigiosas mansiones del cielo. O nos maravillamos con las escaleras de Donato Bramante en el Vaticano o con las sorprendentes escaleras sin baranda de algunas casas diseñadas por el venezolano Fruto Vivas.

La propia vida enseña la importancia que puede adquirir la escalera con relación al poder, cualquiera que sea su naturaleza e intención y a su vez, el poder que posee cada tramo o escalón cuando deplora o sublima el pie que se posa sobre él.

Una escalera se hizo célebre durante la guerra de independencia pero fue perdiendo los tramos a medida que el desilusionado guerrero navegaba en un campán por el Magdalena y la Muerte lo esperaba en la hacienda San Pedro  Alejandrino en Santa Marta. A lo largo del siglo XIX venezolano la avidez de cada caudillo, civil o militar, sostuvo su propia escalera dispuesta a asaltar el poder. Juan Vicente Gómez barnizó la suya con tiranía y terror; Pérez Jiménez, un fascista ordinario, inventó un Nuevo Ideal Nacional y Pedro Estrada utilizó varias escaleras para bajar a los calabozos de la Seguridad Nacional y torturar a sus opositores. Me advierten que sería avivar las llamas del régimen militar chavista y que sería políticamente incorrecto recordar que la democracia conoció sucesivas escaleras para afincarse en las torturas y defender su seguridad política: la Digepol, la Disip, el Sifa, la Sotopol, la Manzopol. El Grupo GATO (Grupo de Apoyo Táctico Operativo) comandado por Manuel Molina Gásperi, director de la Policía Técnica Judicial, asesinó al abogado penalista Ramón Carmona Vásquez y se consideró como autor intelectual al Gato Molina.

También es verdad que muchos de aquellos desmanes fueron sometidos por la justicia y los malhechores conocieron la cárcel.

No puedo mentir; tampoco ocultar que el chavismo ha «madurado» y dispone de escaleras que conducen a los sótanos de los oprobios forradas con dólares del narcotráfico y adornadas con gloriosas imágenes castristas e islámicas y ha robado descaradamente el edificio de El Nacional.

¡En Venezuela, con dictadura o en democracia, siempre se ha ejercitado el espanto y practicado la tortura!

Cuando era más joven, la escalera de mi casa parecía pequeña, pero ahora la encuentro grande, con tortuosos y suicidas peldaños mayas o aztecas y sé, también, que al final de sus tramos mi sombra se mantiene allí, al acecho, sonriente; vestida con su inevitable y escalofriante sudario, sosteniendo una desconsiderada guadaña en sus manos grises y descarnadas, pero no le hago caso, la miro con los ojos muy abiertos y apoyado en mi bastón sigo de largo hacia mis pesadumbres que son las mismas que sufre y ha padecido eternamente el país mientras el viento mueve las nubes y las pirámides de Teotihuacán y sus enajenadas escalinatas continúan desafiando al sol y a la luna.

El Nacional

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