Rodolfo Izaguirre: Creer en lo imposible

Rodolfo Izaguirre

¡Lo he contado otras veces! Mi primer fin de semana fuera del Paris de mis años juveniles, cuando intentaba estudiar leyes en La Sorbona, fue ir a Londres con apenas cinco libras en el bolsillo. Me llamó la atención un pequeño recuadro en un periódico londinense que se refería a un Club de Admiradores del Conde Drácula.

De todos los personajes y monstruos del cine y de la imaginación tres me conmueven: Drácula, el monstruo de Frankestein y Larry Talbot, un joven atractivo que en las noches de luna llena se transforma en Hombre Lobo. Drácula, el Voivoda es quizás el más triste, el más solitario. Cruza los siglos buscando un amor que jamás va a encontrar y está condenado a una deplorable eternidad. Él es la sombra de lo que pudo haber sido su propia sombra. Se dice de él que es la personificación del mal, un ícono del fascismo.

Los aldeanos persiguen al monstruo de Frankestein cuando en verdad a quien deberían perseguir y ajusticiar es al sabio doctor y Barón Herbert von Frankestein por haberlo traído al mundo. El monstruo es un nuevo Prometeo abrumado por la inocencia. Cuando juega con la niña al borde del lago y la ve echando flores que flotan en el agua; cree que ella también es una flor y la tira al lago. Sin embargo, la secuencia no fue comprendida y una elipsis eliminó para siempre el poético carácter violento de la secuencia.

Por su parte, Talbot es víctima de una maldición y en cada amanecer siente remordimiento por los salvajes ataques que comete convertido en Lobo. Es el único monstruo en sentir arrepentimiento de sus nefastos actos. La realidad, siempre inevitable, se impone y hubo «niños lobos» en Lituania perdidos en los bosques huyendo de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

El londinense club de admiradores se activaba en la cripta de una vieja iglesia anglicana desafectada y al pagar tres libras me hice miembro, bajé a la cripta y mi desilusión fue grande porque en lugar de ataúdes con tierra de Transilvania, estacas, crucifijos y ristras de ajo, pontificaba un grupo de Van Helsing, académicos expertos en vampirología, licantropía y zoología fantástica. Además, yo no hablaba ni comprendía el inglés.

Sin embargo, no perdí las tres libras porque el lema de club las valía: «¡Lo creo, porque es imposible!»

La imposibilidad aparece con frecuencia en relatos y cuentos infantiles. Una vida que aún no ha nacido es un imposible; también lo es que el niño que nace con dos cabezas llegue a ser un abogado de renombre arrastrando su anormalidad; es imposible que los cadáveres resuciten para devorar a los seres humanos vivos; que un Olmo dé peras en lugar de no pedírselas «al horno» como pretendía aquel Rosales que quiso ser presidente de Venezuela. ¡Entraría en la categoría de lo imposible afirmar que hay inteligencia en los mandatarios chavistas!

Imposible es recibir el Nobel sin haber escrito un libro o no hundirnos en la jubilosa exaltación de las profundidades poéticas siendo seres sensibles.

Lo dijo Albert Camus siempre venerado y admirado: «En medio del invierno aprendí por fin que dentro de mí había un verano invencible».

¡Podemos! Podemos abrir el espíritu a la imaginación, despertar las ventanas de nuestro ojos y contemplar nuestras revelaciones que por temor a que pudiesen ser heridas o mal interpretadas las mantenemos ocultas, soterradas. Si azotados por el desaliento creemos que es imposible impedir nuestras derrotas es porque dudamos de nuestra capacidad para enfrentar y vencer los infortunios. ¡Pero no es así! También hay un verano victorioso dentro de cada uno de nosotros. Estamos preparados para embarcarnos en el Ulises, el navío que Gustavo Coronel echó al mar desde el estado de Virginia en Estados Unidos donde reside. ¡El Ulises venció lo imposible y llegó! Ya está en nosotros y podemos conducirlo con astucia y dominio por entre los mas taimados y peligrosos arrecifes. Acepta una tripulación de edades diferentes siempre que los tripulantes tengan y aporten ideas, proyectos, testimonios que le permitan a Ulises cruzar la intangible línea de lo imposible y crear un nuevo horizonte. Por eso le dije a Gustavo Coronel que también yo podía ser uno de los tripulantes, ocuparme de mantener airosa la bandera de la dignidad, no obstante cargar encima noventa años de dolorosa incertidumbre.

El Nacional

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