“!Yo me quedé en el impresionismo¡”, exclama con orgullo el sujeto incapaz de extender su mirada un poco mas allá de lo que pudo alcanzar. “Mis padres me hicieron así y así sigo siendo”. “El que dijo que aquí hacía falta un gendarme necesario sigue teniendo razón”. ¡Es lo que escuchamos decir!
Y la Tierra continúa girando sobre sí misma mientras da vueltas al Sol y al hacerlo todo cambia, el aire se mueve y se mecen las ramas de los árboles y cada día que pasa sentimos que no somos los mismos, que comenzamos a dudar. El horizonte también se estremece. Siempre ha sido así, desde mucho antes de nuestro nacimiento. “Todo está sujeto a una continua mudanza”, lo dijo el viejo manchego mientras luchaba contra molinos de viento y la larva, para poner un simple ejemplo, se transforma en oruga y luego en mariposa que vuela sin rumbo y muere algunos días más tarde y las serpientes mudan la piel, y el pensamiento a medida que crecemos va adquiriendo claridad y densidad; se esclarece. A veces, por fortuna, se desata, se vuelve díscolo, se encrespa y se subleva. Por eso nos angustiamos cuando nos enteramos de que alguien ha preferido anclarse en el impresionismo y mantiene vigentes inclinaciones, convicciones y creencias anquilosadas e ideologías superadas y acartonadas. Lo que espanta del hombre anclado en su pasado es que los giros del planeta, las reiteradas muertes del Sol que nos hacen vivir revelan que sus ideologías son además inútiles, equivocadas y obsoletas.
Hay quienes persisten en alzar y agitar con euforia las rojas banderas del comunismo que desde la adolescencia se convirtieron en pala o azadón para que el capitalismo cavara su propia fosa. ¡Pero ha sido todo lo contrario! El capitalismo les devolvió la pala para que fuese el propio comunismo el que cavara la fosa o contemplara inerme cómo caía el muro de Berlín y la Unión Soviética se desplomaba sin que se oyese un disparo.
Quien se ciega ante la realidad del mundo difícilmente se percata de que siendo militante ruso, chino, cubano, coreano o bolivariano, se ayuda a sí mismo a sepultarse en la tenebrosa oscuridad del último sótano de la historia.
La fuerza del espírítu humano reside en su indetenible vigor. No podemos anclarnos; nos detenemos solo cuando advertimos que el camino conduce hacia la perversidad; entonces detenemos la marcha, la obstaculizamos y cambiamos de acera.
El nazismo perdurará siglos, pensaban los nazis de Adolfo Hitler. No consideraron que el ancla es un cuerpo sólido cuyo peso y diseño detiene el desplazamiento de los barcos y los mantiene en el mismo sitio golpeados por las olas que lo mecen como si fueran cunas sorteando los mares. Por eso, el ancla simboliza firmeza, solidez y lealtad. Mantiene la insólita firmeza que detuvo los pasos del hombre necio que se ancló en el impresionismo; garantiza la sólida pero desatinada personalidad que sin ser cuestionada se hereda de padres aturdidos por sus circunstancias. Simboliza lealtad, la adhesión que algunos bolivarianos sostienen a la ideología que les enseñaron Lenin, Stalin y el camarada Plejanov con sus altas y pavorosas montañas de crímenes y vidas miserables. Pero también es firmeza cuando detenemos la enseñanza desajustada y la ideología considerada social, cultural y económicamente perniciosa. Es el áncora que se mantiene firme en medio del flujo de los elementos. De allí que se la estime como parte de nuestro ser por la capacidad que tiene de mantener clara la mente de muchos de nosotros cada vez que se alzan y se enfrentan la confusión y los enigmas. En estos casos el ancla actúa como obstáculo o freno. Los simbolistas tienden a conectar el ancla con la esperanza no solo del marinero que enfrenta la tormenta y aspira a que el navío deje de oscilar y batirse contra el embravecido oleaje, sino de la tierra firme que anhelan mientras persiste la tempestad que amenaza sus vidas.
Los más apegados a los comportamientos trazados por las ideologías, cualesquiera que estas sean, son los más infelices porque al negarse a reconocer que el hombre es su propio camino se niegan a sí mismos anclándose en un pasado que inevitablemente seguirá trascendiéndose. Paco Vera decía que el peor daño que se les podía hacer a los comunistas venezolanos era contarlos. Ser comunista en la hora actual venezolana no constituye desafío alguno. Significa ser cómplice de catástrofes humanas y políticas. Ser khmer rojo en Camboya; stalinista asesino y feroz; obediente camarada en la patria de Mao Tse-tung o plañidera coreana fusilable; ser un uniforme verde oliva oloroso a Cohiba o un dólar de escalofrío en la Venezuela transformada en escombros bolivarianos, es permanecer anclado en la beatitud del espanto.
Lo es también mantener encendida la cuestionable llama de admiración hacia el capitalismo salvaje.
La democracia, hasta el momento, es una aceptable forma de gobierno al punto de que se dice que la peor democracia siempre será mejor que la mejor tiranía. Pero, podemos pensar que la democracia puede dar paso también a una nueva manera de gobernar. La esclavitud, el feudalismo, la monarquía cada una cedió el paso. No creo que sea extravagancia pensar, por ejemplo, en una “oligarquía ilustrada” (¡por ahora inexistente en Venezuela!) como forma de gobierno puesto que ha resultado ser evidente zozobra la vulgaridad populista; el ponte tú, adeco, para ponerme yo, copeyano, en los cuarenta años de democracia (¿y dónde se pone este servidor?); las atrocidades del comunismo o los infortunados y delirantes estropicios del socialismo del siglo XXI. ¡Dejémoslo así, “por ahora”!
Lo peor que le puede ocurrir al ser humano, decíamos, es anclarse, permanecer anclado porque intelectual y politicamente es aceptar la propia negación humana y espiritual. ¡Es no avanzar! Es permanecer inmóvil, arrodillado a los pies de algún tiránico “gendarme necesario”.