Vivimos un momento histórico realmente apasionante, sumergidos como estamos en una virtualidad que pretende sustituir a la vida. Sin más, nos vemos escindidos entre lo sincrónico y lo asincrónico, como si la realidad se pudiera etiquetar sin que perdamos la noción del existir en tan burdo y falso intento. La revolución tecnológica vino para quedarse, y no me quejo, ya hubieran querido mis antepasados tener a la mano las herramientas tecnológicas con las que contamos hoy, que hacen de cada instante un verdadero portento, pero también un potencial riesgo.
La tecnología ha hecho posible contar con las llamadas redes sociales, que revolucionaron el concepto de la comunicación. La pluridireccionalidad del mensaje y de la imagen en nuestro mundo, es un milagro, ya que permite que emisores y receptores nos sumerjamos en cuestión de segundos en un mar de información. Ahora bien, mucho de lo que recibimos y de lo que enviamos, pretende ser conocimiento y verdad, sin que se establezca la necesaria criba de la razón y del intelecto. Ergo, prevalece la emoción.
En lo particular, no soy de los que usualmente ven el vaso medio vacío, y trato de sopesar en su justa dimensión lo que acontece, y sacar luego las deducciones. Sin embargo, es tal la probabilidad tóxica de las redes sociales y su poderoso influjo mediático en todos los sectores poblacionales, que deberíamos prestarles mayor atención, porque el forjamiento de opinión se está haciendo sobre la base de bulos y de mentiras, y la sociedad se está convirtiendo en algo así como un inmenso campo minado, que de manera constante estalla ante nuestros ojos y hace trizas realidades, nombres, prestigios, firmas y anhelados futuros.
Me sorprende ver cómo de la noche a la mañana se presentan en las redes personajes autoerigidos en motivadores (los llamados coaches), que pretenden enseñarnos de la vida lo que a ellos (y a nosotros, qué duda cabe) les corresponde aprender. Personas que conoces y sabes de sus andanzas y de sus “trayectorias”, y que ahora vienen a darnos lecciones que jamás han puesto en práctica, y que además no tienen la formación ni la experticia como para sustentar sus aseveraciones. Personas que hacen un uso eficaz de las redes al echar mano del influjo de la palabra para incidir sobre los otros, y así obtener sus réditos y monetizar los consejos. En un abrir y cerrar de ojos muchos se convierten en influencers, gracias a que miles de personas los siguen en sus cuentas de Twitter o de Instagram, y la fama de pronto los convierte en sabios y en pontificadores.
Muchos quieren darnos consejos de todo tipo en las redes: cualquier bagatela es válida en nuestro mundo de la percepción y de las emociones. Algunos tocan ostensiblemente su lado más ridículo; y lo peor es que lo hacen adrede. Desde preparar un pudín de atún, hasta dominar con holgura la cultura presocrática, las redes se convierten en un verdadero pandemónium, en las que muchos meten la mano y ponen el caldo morado (como diría la abuela). En TikTok he visto menear las caderas a curas y monjas; he visto cómo se manipulan las imágenes para hacer pasar falsedad por verdad; he visto además cómo se frivolizan los principios y los valores, en aras de oscuros intereses crematísticos, políticos y de perversa índole.
Una variable importante en todo este asunto es también la ignorancia y su atrevimiento. A diario nos topamos con afirmaciones en las redes en las que, no solo se maltrata nuestra lengua con ingentes faltas ortográficas y errores morfosintácticos, sino que se cae en graves equívocos epistémicos, lo que se traduce en perjuicio para quienes las asumen sin el lógico cotejo. Con una laptop o un teléfono en la mano, cualquiera se siente con autoridad para hablar de disímiles y peliagudas temáticas, y hasta para dar finas lecciones. La democratización de la información, así como su globalización, hacen de nuestro tiempo histórico un espacio de inmensa complejidad.
Pululan falsos profetas, falsas reputaciones y la más grotesca manipulación de los hechos históricos, y de los del día a día. Siempre ha habido mentirosos y falsarios, pero hoy, paradójicamente, es cuando todo ello cobra enorme importancia, ya que sus consecuencias son de un impacto desolador gracias a la tecnología digital y su instantaneidad. Ya vemos cómo se tergiversa la vergonzosa guerra que la Rusia de Putin tiene planteada en el territorio ucraniano, razón por la que muchos se atreven a auparla negando el genocidio que allí se comete, aduciendo mentiras descaradas que buscan darle un giro de ciento ochenta grados a la verdad que nos muestra la realidad (lo que hace un par de semanas desarrollé en estos espacios como la posverdad).
La tecnología no es mala per se. Sería obtuso pensarlo y afirmarlo. Es el mal uso que hacemos de ella, lo que la convierte en una poderosa arma de la guerra civilizatoria planteada en nuestro convulsionado mundo. Considero que las escuelas y las universidades deberían echar mano de las tecnologías digitales en la consecución de sus metas académicas, y serían sus grandes aliadas. Empero, sin perder de vista el alertar a los usuarios acerca de los peligros que encierran, si no se asumen con cabeza centrada y criterio selectivo. Hay demasiada basura en las redes y en la Web, y nos corresponde separar la paja del trigo. Alertarlo es nuestra obligación.
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