La escritura es más reescritura y corrección que otra cosa, porque resulta una tontería pensar que a las primeras de cambio tendremos una página impoluta y perfecta: un summum de todo aquello que pretendemos plasmar; escribir profesionalmente es saber que es más lo que se queda en el camino que lo plasmado, y esto resulta fascinante, porque es como tener una piedra en bruto y con paciencia y oficio ir desvelando lo que encierra, lo que quiere mostrarse al lector, lo que marcará, si se me permite, una huella profunda en su vida, pero para que esto suceda se requiere de mucho trabajo, dejar de lado el resto de afanes, entregarse sin más a una tarea que exige del escritor talento y perseverancia.
Nada en la escritura es fácil o a las carreras, y quien esto piense, pues que se cambie de oficio, que salte la talanquera a otra actividad, porque la escritura es lenta y modosa, a veces lúgubre y taciturna, solitaria como ninguna, pide mucha atención y discernimiento, pero además: permitir llevarnos por las sensaciones que cada palabra hilvanada va trayendo consigo, y es como dejarse arrastrar por la corriente sin que te ahogues y en el recorrido vas tejiendo anécdotas e historias, argumentando con mucho seso, pero también con gran libertad creativa, y sin darte cuenta marchas, a paso firme y sin tropiezos, regando todo aquello que llevas dentro y deseas expresar, hasta que el proceso cesa, detiene su fluir, y sabes que has llegado al término del camino, y deberás poner ya el punto final.
Existe la vieja creencia de que un escritor que se precie de serlo, jamás corrige, y mucho menos reescribe su obra, que la musa desciende y dicta tal cual lo que deberá quedar en la página para siempre, pero esto no es así, los maestros universales si algo nos han dejado, es la constancia de su afán por mejorar su obra, de pulirla y perfeccionarla, de deslastrarla de aquello que en sus días no quedó como querían, y que en algún momento remediaron para que regresara la paz a sus almas, para poder morir tranquilos, y le han gritado al mundo que las palabras son meras herramientas de trabajo, y que ellas pueden cambiar de lugar o de sentido, aparecer y desaparecer, ser sustituidas por otras, porque esto es en sí la esencia y la dinámica del trabajo literario: nada permanece, todo se transforma, hasta que aquello que anhelamos emerge frente a nosotros: exuberante, impertérrito, elegante y multidimensional.
La complejidad de la escritura es tal, así como nuestro afán de limpieza de estilo, que cada vez que leemos la página afloran los detalles, y esto es algo permanente, y por más atención que pongamos, nunca estaremos del todo satisfechos, porque siempre habrá la posibilidad cierta de escribirla de otra manera, de ensayar otros vericuetos y recodos, de mejorar todo aquello que consideramos fundamental para la correcta comprensión y el mejor disfrute de los lectores, porque, déjenme decirles, los escritores sí pensamos en los lectores, por lo menos yo lo hago, y por lo tanto, deseo, anhelo y quiero que el texto esté como debe estar, es decir, claro y diáfano, sin subterfugios ni laberintos, que cualquier persona, independientemente de su formación, pueda entender lo que deseo expresar, y podría estar días, semanas y meses corrigiendo y reescribiendo un texto hasta el infinito, de hecho: me pasó como mi discurso de incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua, y estuve año y medio dándole vueltas, quitando aquí y allá, podando esto y lo otro, hasta que un día, ya cansado de aquello, me dije: listo Ricardo, no lo he terminado, podría seguir cambiándolo, pero lo abandono, porque ya no puedo más, porque es superior a mis fuerzas, y hasta aquí lo dejo.
No sé los otros escritores, pero en mi caso: entre más corrijo y reescribo mis textos, más consustanciado me siento con el oficio: es una suerte de bucle recursivo que siempre me lleva a más: producto y productor de materia literaria, pero, corregir y reescribir no significan en mi caso acrecentar el original, nada de eso, para mí es quitar y podar, siempre voy por lo minimalista, y es más fácil suprimir que agregar y esto me deja una grata y a la vez “extraña” sensación de plenitud y de libertad, como si al quitar me deslastrara de aquello que no funciona, y veo levantar el texto ante mis ojos a la usanza de un verdadero portento, como si al suprimir lo innecesario se hiciera más liviano y fluyera mejor, porque esas cargas se hacen lastres, dañan el escrito, y en esto coincido con Augusto Monterroso cuando afirmaba, que una palabra de más puede matar a un relato.
Créanme: lograr o producir un texto (en cualquier género) no resulta nada fácil, y en mi caso es fatigoso y podría ser estresante, pero cuando ya lo tengo ante mí, se abre entonces la fase de corrección y reescritura, que es la que más disfruto del proceso, porque la tensión desaparece en el mismo instante: el texto está, sólo que en un estado bruto, y de mí dependerá que brille, y es aquí en donde entra en juego el verdadero arte de la escritura: el vaivén de las palabras, el coqueteo con la prosa o con el verso, las finas estratagemas propias del oficio, que te llevan a darle forma y belleza, a sentir que aquello te gusta y te atrapa, y que con cada supresión o retoque o sustitución la página cobra valor y se hace perdonar. Y, con ella, nos hacemos perdonar.
rigilo99@gmail.com
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