Escribo estas divagaciones, las últimas de este annus horribilis 2022 —mirabilis de acuerdo con la desenfocada óptica de la diarquía Padrino-Maduro—, el jueves 24 de noviembre, cuando se encomia a los profesores de francés y al vino tinto, y se cumplen 74 años del derrocamiento de Rómulo Gallegos y el empoderamiento de un triunvirato militar integrado por los tenientes coroneles, tal el iluminado redentor de Sabaneta, Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Pérez Jiménez y Luis Felipe Llovera Páez. En Estados Unidos se celebra Thanksgiving Day, jornada consagrada a un pavocausto de colosales dimensiones a objeto de hartarse en familia, mientras «se ofrece una oración de gratitud al Señor en retribución a las bendiciones recibidas durante el año». En Venezuela, gracias a la convergencia de brejetería y pitiyankismo, hay quienes se toman muy a pecho el festejo, pero otros lo conmemoran en calidad de anticipo al «mes de los chantajes afectivos», como solía motejar a diciembre mi querido y desaparecido amigo Pablo Antillano, o «temporada de anestesia colectiva», cual denominó reciente editorial de El Nacional al encadenamiento del festivo lapso de gaitas, hallacas y abominables puerco-alcancías dame-mi-aguinaldo con la idiotización pédica (no púdica ni púnica y, menos aún, púbica) inherente al Mundial de Qatar. Agoniza 2022, azotado por las devastaciones debidas a temporales, ciclones e inundaciones abonadas al cambio climático, y castigado aún por la pandemia; dice, pues adiós otro año del ya mayorcito siglo XXI, y lo hace dejando al mundo al borde de un ataque de nervios a consecuencia de la megalomanía y nostalgia por la grandeza perdida de la madrecita Rusia de Vladimir Putin, plasmadas en la agresión anexionista a Ucrania, desconociendo y violando todas las normas de convivencia pautadas en el derecho internacional.
Siendo la presente mi descarga terminal del Año del Tigre en el calendario chino, quizá el lector espere el inevitable balance de lo acaecido en su decurso y el no menos eludible vaticinio del porvenir. Ni lo uno ni lo otro. Tampoco todo lo contrario. Me interesa más refrescar la memoria y recordar lo ocurrido hace 20 años, cuando la oposición sin liderazgo, pero no tan descuajaringada como ahora, perdía el tiempo en la plaza Francia de Altamira, y militares desechados y sin tropa desfilaban por la tarima de los lamentos. A tal efecto, transcribo parte de una crónica garabateada a mi aire en memoria de una compañera de trabajo gravemente herida en el ataque perpetrado allí el 6 de diciembre de 2002, por un presunto lobo solitario de origen portugués —un sicario tarifado perteneciente a una de las patotas rojas capitaneadas por el acuseta cara de pantaleta y exmetropol Freddy Bernal—, quien disparó sin ton ni son e indiscriminadamente contra los manifestantes allí concentrados.
Buena parte de los venezolanos nos sentimos como Santiago Zavala, Zavalita, protagonista de la novela Conversación en la catedral (Mario Vargas Llosa, 1969) quien, como el Perú, se había jodido en algún momento. ¿Se jodió la nación inca con la llegada de Francisco Pizarro y la ejecución de Atahualpa, o con la entrepitura de Bolívar en la guerra emancipadora? ¿O a causa de las conflictos y enfrentamientos con Ecuador y Chile? ¿Se trata de un vicio recurrente reflejado, verbigracia, en el vacilón parlamentario del quítate tú pa’ ponerme yo? Estas interrogantes y sus respuestas atañen exclusivamente a los peruanos. Plantearlas es probablemente una impertinencia, pero no podíamos comenzar a divagar y especular inquiriendo de sopetón cuándo se jodió Venezuela, sin revelar el origen de semejante inquietud —«la divagación es el domingo del pensamiento», sentenció el suizo Henri-Frédéric Amiel, paradigma del ensimismamiento y «maestro de la introspección» biografiado por Gregorio Marañón—. Es difícil datar objetivamente el momento de nuestra caída en desgracia: la historia del país abunda en desatinos de consecuencias deplorables; no lo es, en cambio, precisar cuándo pusimos la torta monumental, con guinda constituyente incluida, origen de los males presentes. Sucedió el 6 de diciembre de 1998. Ese día, un charlatán de feria y serpentino encanto, mediocre desempeño militar y azotea mal amoblada, alcanzó las alturas del poder, trepando las escaleras de la antipolítica.
Sí, aquel aciago sexto día decembrino, Hugo Chávez llegó a la presidencia con el propósito jamás negado de ejercerla vitaliciamente y, antes de estirar la pata, nos terminó de joder entronizado en palacio a una pálida sombra suya, ayuntada con facinerosos de escasas virtudes y enormes agallas, y una fuerza armada mutada en partido político durante el proceso de derrumbe moral, deterioro cívico, destrucción material y perversión de la nación, el Estado y el gobierno encarnados a la usanza nazi fascista en un ignaro histrión con ínfulas de estadista y pretensiones de refundar la República y en lugar de ello la (re)fundió.
En 2002, a fin de celebrar el IV aniversario de la V república y la investidura del golpista más chimbo en los anales de la insurgencia militar vernácula, se presentó en la plaza Francia de Caracas, donde miles de personas manifestaban su rechazo a la deriva autoritaria del futuro (mi)co-mandante de mirada panóptica, eterna y galáctica, un falso desequilibrado mental luso-venezolano, João de Gouveia, y disparó repetidas veces sobre la multitud con una pistola Glock. 40, matando a 3 personas e hiriendo a otras 29. Buscando guardar las apariencias, el asesino fue detenido, juzgado y recluido en una celda VIP —en 2016 se le ubicó en la sede de la embajada venezolana en Costa Rica —. De acuerdo con la prensa crítica permitida entonces a regañadientes, se trataba de un sicario entrenado en Cuba y contratado por el exalcalde de Caracas, Freddy Bernal, con la misión de consumar un atentado en Altamira —asiento, según el mesías de Sabaneta y sus seguidores, de la «oligarquía y la derecha reaccionaria»—, a manera de aleccionadora advertencia a la resistencia democrática. En cualquier caso, el despiadado y cruento ataque fue secuela y sacramental vindicación de la violencia terrorista desatada, 8 meses antes (11 de abril de 2002), por los «pistoleros de Puente Llaguno» contra la histórica marcha opositora detonante de la renuncia de Hugo Chávez (manipulada por Lucas Rincón), génesis del vacío de poder desperdiciado por el torpe y muy reaccionario Carmonazo. Estas circunstancias hacen del 6 de diciembre una fecha tan inicua como la del aniversario del bombardeo a la base naval de Pearl Harbor —«Una fecha que pervivirá en la infamia», profesó el presidente Franklin D. Roosevelt y así lo creyeron millones de estadounidenses—, y los japoneses han debido conjeturarla gloriosa, aunque, Hiroshima y Nagasaki mediante, preferirían borrarla de sus memorias. Seguramente, la frase Remember Pearl Harbor concitará en ellos amargas reflexiones —esas tres palabras devinieron en mantra de las tropas norteamericanas durante la Segunda Guerra Mundial, e inspiraron la canción de Don Reid y Sammy Kaye, Let’s remember Pearl Harbor and go on to victory—.
Entra aquí en juego y metafóricamente la tijera. Debemos cortar por dos razones. Una: se hace larga la digresión; otra: debo despedirme por ser ésta,como asenté al principio, mi última entrega del año, y no será sino hasta el domingo 15 de enero del difícilmente próspero año nuevo. Me hubiese gustado opinar sobre la reanudación, en México, de las conversaciones entre el gobierno y parte de la oposición, con más de un año de retraso y la indecente presencia de la consorte de Alex Saab, pero estando ahí de mediadores es mejor hacerse el sueco. Y, ceñido al protocolo y la costumbre: ¡feliz Navidad!
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