25 de noviembre de 2024 9:32 AM

Raúl Fuentes: ¡Basta de odio… por ahora!

La proliferación de sofisticadas herramientas al servicio de la desinformación, las fake news y las mentiras emotivas (posverdad), dificulta en grado superlativo discernir entre lo falso y lo verdadero. A juicio del filósofo, novelista y semiólogo italiano Umberto Eco (1932-2016) el drama de Internet fue, palabras más, palabras menos, convertir al tonto del pueblo en portador de la verdad. El autor de El nombre de la rosa abominó de las plataformas de intercambios virtuales y, pocos meses antes de su deceso, en declaraciones suministradas al periódico turinés La Stampa, afirmó: «Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas. Primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Y eran silenciados rápidamente; ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel». El articulista y novelista hispano Antonio Muñoz Molina las llamó «redes fecales» (Profesor de instituto, suplemento Babelia 29-10-2020); no obstante, y aunque en alguna ocasión yo mismo las denominé «redes infames», concedo cierto valor a su condición de medios de comunicación alternativos: a través de ellos, un tuitero, un feisbuquiano o cualquier otro chateador consuetudinario es capaz de sorprendernos gratamente con un documento de interés. Me acaba de suceder con una entrevista de Jorge Olavarría a Arturo Úslar Pietri, recibida por WhatsApp.

A una pregunta acerca de cómo perciben la historia nacional sus compatriotas, el amigo del público invisible sostuvo, resumo con la imprecisión de la memoria: “El venezolano tiene una visión deformada de nuestra historia, porque sus protagonistas construyeron un relato con base en el descrédito o negación de sus antecesores. Es una historia de enfrentamientos caudillistas y discontinuidades administrativas, pero también de la invención de un país, a partir de las ruinas materiales e institucionales originadas en una ruptura cataclismática: la guerra de independencia —la más larga, costosa, destructiva y sangrienta de Latinoamérica, según sus palabras—. Por designios o caprichos del azar, me topé asimismo con un artículo cuyo título asocié a lo escuchado al premio Príncipe de Asturias de las Letras 1990, no en razón de su contenido, sino del encabezado. Al leerlo, supe de inmediato adónde apuntar los tiros de estas líneas, pues mucho encono, saña y resentimiento signaron nuestros primeros 100 años de incivilidad republicana.

«El pasado siempre llega en mal momento», tituló Julio Llamazares (El País, 24-08-21) su parecer a propósito de las objeciones y   reservas, cuando no franca repulsa, a un proyecto de ley —Ley  de Memoria Democrática—, mediante el cual el Ejecutivo español se propone  «mejorar la relación de la democracia con el pasado,  y preservar y mantener la memoria de las víctimas de la guerra civil y la dictadura franquista»; una justa vindicación cuestionada, tal  era de esperase, por  partidos y organizaciones de raigambre conservadora, en el peor sentido de este adjetivo, no del todo deslastrados del ideario falangista, alegando la  inconveniencia de jurungar a los muertos y «abrir viejas heridas». No sé cuán prudente sea legislar sobre una materia a ser procesada por el tiempo y, en última instancia, la historia, sin colidir con el derecho a la libre expresión del pensamiento. En Alemania, el código penal caracteriza de incitación al racismo la exaltación del nazismo, y establece penas de hasta 3 años de cárcel para los incursos en esta abominable práctica —en su día, el tribunal constitucional dictaminó compatible la norma con la libertad de expresión —. En Italia, la ley Mancino castiga gestos y acciones relacionados con el fascismo. Polonia no hace distinción entre fascismo, nazismo y comunismo; ensalzar esos sistemas comporta prisión hasta de dos años. En Francia, la apología de crímenes de guerra y de lesa humanidad, y el negacionismo del Holocausto y el genocidio de los armenios (1915) a manos de los otomanos son infracciones graves y punibles.

Desconozco y probablemente nunca la hubo, alguna exposición de motivos inherente a la discutida, y aprobada con insólita celeridad en una asamblea constituyente de fraudulenta génesis, la ley constitucional contra el odio por la convivencia y la tolerancia o, simplemente,  ley del odio —prescindo, ya es habitual en estas divagaciones, de mayúsculas al mencionar los desatinos rojos—, reglamentación comodín y sin justificación  moral alguna,  diametralmente contraria al espíritu filantrópico (¿sentimiento de culpa?) de los legisladores europeos. El bolifascismo o nicochavismo fascista, ¡cómo gustéis!, no busca prevenir la reiteración de tropiezos con la piedra del autoritarismo, ni evitar la adopción de anacrónicos modelos de organización y control social   —el chavismo es uno y enorme—, sino abortar la crítica al régimen, fomentado rencores, malquerencias y antipatías hacia el adversario, echando mano de sofismas y patrañas. Mientras esto escribo, miércoles 28 de julio, natalicio del comandante hasta siempre, permanece tras las rejas en alguna inicua prisión socialista la enfermera Ada Macuare, acusada de instigar al odio, «por pedir mejores condiciones de trabajo, salarios justos y más seguridad para el sector salud» ¡Hágame usted el favor!

Leo Strauss, autor de Meditaciones sobre Maquiavelo (Thoughts on Machiavelli, 1958), acuñó la locución reductio ad Hitlerum en referencia al recurso discursivo usado por quienes, fieles al guion del despotismo, zanjan cualquier discusión endilgándole al contrincante una presunta y maliciosa afinidad ideológica con el Führer. Tal argumentum ad nazium, como también designó Strauss a la falacia del tipo ad hominem en cuestión, es motor de la aludida monstruosidad unidireccional —inspirada en la venganza, no en la justicia, es aplicable únicamente a la oposición y no a quienes destilan veneno en el prime time del canal 8, tal el engarrotado bellaco, quien,  infringiendo los artículos 57 y 58 de la Constitución vigente, y porque quiso, pudo y le salió del forro, prohibió,  con rango, vigor  y fuerza de ley no escrita, hablar mal de Chávez en los espacios públicos—, urdida en el telar del poetastro Saab y orientada a disimular la desnudez conceptual del régimen y reforzar la arrogancia de Maduro y sus gonfalonieros.

Tal vez me excedí en lo concerniente al odio, sobre todo hoy domingo, 1° de agosto, cuando se festejan simultáneamente los días de Spiderman, la Pachamama y la Alegría. El arácnido superhéroe me sabe a soda y su glorificación, debida al departamento de mercadeo de Marvel Comics y no a los fans de Stan Lee, acaso carezca de relevancia fuera del universo nerd. La Pachamama me parece más interesante: se trata de la Madre Tierra en la cosmovisión de los pueblos indígenas de los Andes, y su veneración supone una toma de conciencia frente al calentamiento global, los incendios forestales, la tala indiscriminada y los ecocidios en general; celebremos, pues la fiesta pidiendo frutos y bendiciones a la Pachamama. Y con risas, saltos, piruetas y bailes gocemos del Día de la Alegría, este sí con mayúsculas, y tal vez una buena forma de disfrutarlo sea escuchar   la Novena Sinfonía (Coral) de Ludwig Van Beethoven —¡Alegría, bella chispa divina, / hija del Elíseo!—, con orquestación de Gustav Mahler, y olvidarse de un mundo ebrio de prontitud e instantaneidad. Concedámonos un respiro, aunque sea solo hoy. Mañana será otro día y entonces analgatizaremos en la realidad, estancia adulterada  a menudo, ensayando tranquilizarnos con cifras de escasa fiabilidad, a fin de ocultar el ineficaz manejo revolucionario de la emergencia sanitaria a causa del coronavirus. De acuerdo con un estudio de la consultora internacional Ipsos (Institut de Publique Sondage d’Opinion Secteur), difundido el pasado 24 de julio, Brasil y Venezuela son los países de la región peor calificados en la gestión de la pandemia del COVID-19 y el proceso de vacunación. Posterguemos tribulaciones para mañana 2 de agosto cuando se cumplan 523 años de la llegada de Cristóbal Colón al golfo de Paria, o pasado mañana, martes 3, aniversario 78° del El Nacional, diario objeto del odio supremo del certeramente bautizado «teleacusador público» en Venezuela y la puerta giratoria, artículo de Ibsen Martínez de reciente aparición en El País. Y basta de odio. Eso dijo un viandante con la vista puesta en una estatua pedestre (en el sentido lato de la palabra) de Hugo Chávez, erigida en la inmediación del hotel Venetur de Porlamar, donde funciona a falta de mejor uso, un centro de vacunación. Había el paciente ciudadano perdido su tiempo solicitando ser inoculado con la segunda dosis de la Sputnik V,  y nadie supo informarle cuándo debía volver. Preguntó a policías, guardias pretorianos, funcionarios de boinas rojas y cachuchas verdes, paramédicos y merodeadores habituales y ninguno supo darle una respuesta satisfactoria. Su irritación llegó al techo. Y pensó: ni Job aguantaría esta vaina; empero, se contuvo y con la arrechera archivada en una gaveta de su sesera, dirigió una última mirada al hórrido monumento cagado de gaviotas y zamuros, y farfulló: basta de odio… ¡por ahora!

El Nacional

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