Hoy todos nos consideramos demócratas, y nos repugnan sus antónimos, así los llamemos dictadura, autocracia o monocracia. Es una palabra demasiado hermosa, de la cual se apropian las ideologías para encubrir sus miserias y engatusar a las personas. En suma, hemos convertido a la democracia, como señala John Dunn, en una moneda de dudoso valor, que solo un completo imbécil aceptaría por su valor nominal. Un ejemplo reciente, dentro de tantos otros, lo constituye el acuerdo de colaboración recientemente suscrito por Rusia y China, donde se confronta su visión de la democracia con la democracia inserta en nuestra tradición occidental. Para Putin y Xi Jinping, los jerarcas firmantes, sus regímenes son tan democráticos como los europeos o americanos; su distinción estaría en sus raíces culturales y en la filosofía que les da sentido, y por tanto serían tan legítimos como aquellos.
Estoy de acuerdo en que las tradiciones culturales y los fundamentos filosóficos juegan un papel en nuestro tema, pero advierto, hay un mínimo denominador común que nos une a los demócratas, independientemente de como se encarna ese mínimo en cada realidad histórico concreta de los pueblos que la invocan. Me refiero a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948, en la actualidad suscrita por la inmensa mayoría de los estados del planeta, entre ellos por supuesto tanto Rusia como China. En dicha Declaración, expresión civilizatoria de los más altos valores que inspiran la condición humana y su intangible dignidad, se declaran, reconocen y protegen, en tanto ideal común a fomentar por los estados, los derechos humanos , dentro de los cuales destaca el derecho político por excelencia de expresión de la democracia , que nos viene por cierto del faro civilizatorio de la Grecia clásica, en la Atenas del siglo V a.C. y su definición de la democracia como el gobierno del pueblo, de la cual Lincoln enfatizaría la idea del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. En efecto, en la mencionada Declaración se resalta tanto el derecho de toda persona a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos; como que la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público, y su expresión mediante elecciones auténticas y periódicas donde se garantice la libertad del voto.
Ni Rusia ni China cumplen el mínimo mencionado, aunque sus circunstancias no sean las mismas. Ambos tiene, es cierto, una tradición cultural innegable, que por diversas razones peculiares a sus respectivas historias, no ha conducido a la democracia; así mientras China conserva la rica tradición del confucionismo y sus herederos, lo cierto es que perdió una oportunidad a comienzos del siglo pasado con el borroso legado de Sun Yat-sen; y Rusia ha tenido la mala suerte de no haber gozado en su turbulenta historia del espíritu liberal , sepultado con la asamblea constituyente disuelta por los bolcheviques en octubre del año I de la revolución. No son por tanto democracias auténticas, sino sencillamente dictaduras fuertemente autoritarias, agravado en el caso de Rusia por la criminal aventura, ahíta de sangre y sufrimiento de Putin, que cual déspota oriental, pretende asolar la dignidad patriota del corajudo pueblo ucraniano.
Lo cierto es que el mundo tiende a dividirse, dada la fortaleza militar de ambos estados, peligrosamente en dos bandos: las auténticas democracias, unidas de forma inextricable a los derechos humanos y el estado de derecho, y las dictaduras, que alguna vez Lenin definió como “el poder basado directamente en una fuerza que no está limitada por ninguna ley”. En conclusión, las democracias auténticas necesitan más que nunca convertirse en lo que llamó Maquiavelo alguna vez como “profetas armados”, para defenderse del poder dictatorial, además del esfuerzo espiritual por convencer a los pueblos de que por ellas vale la pena vivir, así sea peligrosamente.