- No resulta muy útil emplear demasiado tiempo en considerar lo que hubiera podido pasar si no se toman –o si se toman– determinadas decisiones. Lo que ha podido pasar es cualquier cosa, incluida la que ocurrió. De tal modo que no tiene sentido lógico, histórico y metafísico, hacerlo, porque siempre es una queja recubierta de llanto, en el tono de lo que pudo haber sido y no fue; lamento que cuadra en la voz del Inquieto Anacobero, Daniel Santos.
- Pese a toda esa prevención, siempre es ilustrativo hacer ejercicios retóricos de esa naturaleza para colocarse frente a situaciones complejas. Es criterio generalizado que Carlos Andrés Pérez fue un demócrata íntegro, que resignó el mando ante la decisión de la Corte Suprema de Justicia en 1993 y aceptó las consecuencias policiales, judiciales y políticas de esa decisión. Todo el mundo sabe que esa fue una oscura maniobra del fiscal y los magistrados de la CSJ, en el ambiente envenenado de entonces, con “notables” y oligarcas al mando. Pero, CAP, el demócrata, aceptó la decisión aunque, como augur, anunció las consecuencias que se padecerían.
- Pensemos qué habría pasado si CAP hubiese escogido rebelarse contra la maloliente e indecente tramoya: tal vez habría sido recordado como el autócrata aferrado al poder; el autoritario que violó las reglas de la democracia; el que habría traicionado su trayectoria, bla, bla, bla. ¿Habría seguido la democracia? Digamos, después de Caldera, ¿habría continuado con otro prócer civil y otro y otro?
- En la segunda presidencia de Caldera, en la primera mitad de su período cuando la izquierda que lo había apoyado pesaba más y estaba el rifirrafe con el Congreso dominado por la oposición, hubo varios de sus partidarios que pedían un “fujimorazo” (la disolución del Congreso) para poder realizar la obra de gobierno, a lo cual Caldera se negó. Después que adoptó las políticas de CAP con el apoyo de Acción Democrática (y del Congreso), esas presiones se desvanecieron, Caldera hizo su gobierno sin “fujimorazo” y terminó siendo bastante impopular, aunque también demócrata a carta cabal.
- Casos opuestos hay muchos. En Perú, después de disolver el Congreso y convocar elecciones, Fujimori alcanzó cotas de popularidad altísimas. Por su lado, estos días, Bukele se tiró una apuesta autoritaria al usar su mayoría parlamentaria para destituir al fiscal y a los miembros de la Sala Constitucional del máximo tribunal de El Salvador. Las maromas constituyentes y constitucionales de Chávez y de Maduro son conocidas.
- Estos ejemplos, arbitrarios, disímiles, con personajes incomparables entre sí, solo tienen la intención de mostrar una tensión entre la sobrevivencia de la democracia y los recursos autoritarios empleados (o no empleados como en los casos de CAP y Caldera), que colocan una gran interrogante sobre este sistema político. Mientras todo el mundo juegue el mismo juego, no hay problema: hay los estira-y-encoge naturales que flexibilizan los músculos del sistema y lo mantienen alerta; cada participante conoce sus límites, sofrena sus bríos de rebasarlos y si alguien lo hace, las instituciones de reconocida legitimidad lo reconvienen.
- Sin embargo, cuando en el juego hay quienes quieren controlar el poder por las buenas o por las malas, con respaldo popular muchas veces, los gobiernos democráticos carecen de defensas apropiadas; la legitimidad de sus instituciones y de sus acciones no basta. Se convierte la democracia en un orden extremadamente débil que si se defiende, yerra, y si no se defiende, también.
- Cuando ha habido democracias fuertes y son atacadas por quienes quieren destruirlas, las obligan a desnaturalizarse. Así ocurrió cuando Fidel Castro y su gente se montaron con grupos locales a promover guerrillas; no lograron destruir las democracias pero sí las obligaron a desfigurarse, al menos por períodos, con violaciones mayores o menores a los derechos humanos y políticos. Cuando estos sistemas están debilitados, como en muchos países en América Latina y el Caribe, sus enemigos casi siempre ganan: o las capturan desde adentro o las deslegitiman al hacerlas responder con la represión que siempre será rechazada.
- Estos rodeos y alusiones están toreando una duda fundamental que es el título de la nota: ¿pueden las democracias sobrevivir a la impopularidad? Lo que se ve en la región, ¿no será la larga marcha a un destino opaco, de libertades administradas desde arriba por autoritarismos que se volvieron necesarios? ¿El apoyo de las masas será a costa de la ruina de las instituciones del sistema?
- En Venezuela, ¿podrá recuperarse la libertad sin “mano dura”? ¿No habrá un período de transición no democrático para llegar a la democracia? ¿Cómo será la historia con los colectivos, las guerrillas, el narco, los Coquis y otros de similar pelaje y armamento? Quien no se plantee estas preguntas no se plantea, en serio, la transición.
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