En una casa llena de adultos, crecí ocupándome en juegos solitarios y tranquilos. Rompecabezas y artículos para manualidades llenaban el armario de los juguetes, mientras estaban a nuestro alcance libros de toda naturaleza. Sin embargo, ejercía una especial fascinación sobre mí una caja de madera en cuya tapa estaba reproducido sobre seda el Angelus de Millet. Su interior cobijaba, por azar, una baraja española y una baraja inglesa.
Muchas horas de mi infancia trascurrieron en el manoseo de la baraja inglesa. Me entretenía en aprender trucos con naipes, que practicaba una y otra vez, pero, sobre todo, me quedaba absorta en la contemplación de las figuras representadas en cada una de las cartas.
Según la tradición de la baraja francesa, los reyes representan a Alejandro Magno (tréboles), Carlomagno (corazones), Julio César (diamantes) y David (rey de picas). Las imágenes de la baraja inglesa, sin embargo, adaptan los modelos de representación de estos reyes a las costumbres británicas.
Poco o nada he podido seguir las ceremonias de la coronación del hoy Rey Carlos III. Sin embargo, dos cosas me han llamado la atención: la primera, la imagen del Orbe del Soberano, tan familiar para mí debido a las ilustraciones de la baraja inglesa que pasaba horas contemplando. Se trata de la esfera coronada por una cruz que sostiene el monarca en su mano izquierda y que, incrustada con 375 perlas, 365 diamantes, 18 rubíes, 9 esmeraldas, 9 zafiros, una amatista y una piedra de vidrio, simboliza el papel del monarca como representante terrenal de la fe cristiana. Constituye una de las piezas más valiosas de la colección de la corona británica.
También me sobrecogió la idea de pensar que las coronas empleadas en la ceremonia habrían ceñido otras testas reales de importante connotación histórica. Pero lo que verdaderamente me llamó la atención fue la virulencia con la que se ha cebado el vulgo en la figura de Camila Parker.
Por mis redes han transitado un sinnúmero de memes, el más frecuente de los cuales ha sido el que afirma que es la primera vez que en un cuento de hadas el príncipe mata a la princesa y se casa con la bruja.
Desconozco los entresijos de la historia de la pareja real, pero lo cierto es que los ataques se han cifrado en argumentos tan baladíes como el aspecto de la nueva soberana. Y, por cierto: siempre la mala es “la otra”. Yo soy de los que piensan que el amor se construye: se trata de la voluntad de volcarse en el servicio a la pareja, de la firme determinación de empeñarse en hacerle feliz, descubriendo sus vulnerabilidades para protegerlas y tomando nota de sus preferencias para satisfacerlas, más allá de todas las vicisitudes. Pero, lamentablemente, ni siquiera este esfuerzo garantiza que salgan del todo bien las cosas en el terreno matrimonial.
A mí me inspira mucho respeto que los miembros de esta pareja hayan tenido el valor de ser fieles a su propio corazón y al objeto de su afecto, sincerando su situación a pesar de ser especialmente susceptibles a la censura social debido a su condición de figuras públicas.
Es increíble la vulnerabilidad de quienes se hallan expuestos a la vista de terceros, y es más asombroso aun cómo la gente compromete primitivamente sus emociones en juicios que depredan sin compasión a los protagonistas de los chismes del momento, sometiéndoles a intenso sufrimiento y sin un mínimo de prudencia.
No es mi intención centrar el debate en el muy espinoso tema de la fidelidad conyugal, pero sí concitar la atención en torno al fuego que vomitan los dragones, a veces demasiado cerca de las princesas.
linda.dambrosiom@gmail.com
Síguenos en Telegram, Instagram y Twitter para recibir en directo todas nuestras actualizaciones