Lo que acaba de ocurrir en Perú reviste la característica de tragedia continental. Sus causas, consecuencias y reverberaciones trascenderán negativamente en toda la región con el agravante de que, cuando el péndulo político se acerca hacia el centro o hacia la derecha democrática, casi siempre logra mantener alguna dosis de Estado de Derecho que permite avizorar la posibilidad de cambio al término de un período constitucionalmente establecido.
Pero cuanto más se acerca el péndulo a la izquierda radical la experiencia enseña que el resquebrajamiento del Estado de Derecho se traduce en crecientes dificultades para hacer cambios por la vía democrática y electoral. Venezuela es claro ejemplo de lo que aquí se afirma.
No se trata de sugerir que la democracia sea garantía de todas las virtudes. Menos aún en América Latina, donde el deterioro de la moral política se traduce en el debilitamiento y posterior colapso del sistema, luego de la agonía de los partidos políticos y lo que ellos representan o dicen representar. Otra vez Venezuela es claro ejemplo de esa involución.
En Perú el cuadro anterior se concreta en una putrefacción casi general de todo el sistema institucional de representación política escenificado en varios presidentes depuestos, algunos presos, uno suicidado, numerosos miembros de la clase política imputados o condenados, con lo que desprestigian –sin posibilidad de remedio– el ambiente nacional dando lugar a disconformidad, búsqueda de un mesías y el castigo final a la democracia valiéndose de los propios sistemas que esta ofrece como garantía. Mirémonos también en ese espejo.
Quienes acaban de ganar la justa electoral del pasado domingo, apenas con 0,5% de ventaja, proclaman, con derecho, la legitimidad de su triunfo mientras los más exaltados anuncian que habiendo ganado democráticamente (aunque sea por poquísimos votos) les permitirá imponer su programa sin tomar en cuenta que un número casi igual de peruanos se decantaron por la otra opción. Democracia al estilo primitivo es solamente el gobierno de la mayoría, pero en el sentido moderno y actual ello incluye también el respeto a las minorías, tanto más cuanto lo que hubo es prácticamente un empate técnico.
Un buen amigo, el profesor Felix Gerardo Arellano, nos comentaba hace apenas unos días el hecho cierto de que en Perú, donde una definitoria proporción de la población es rural, no les llega la influencia de los monopolios mediáticos ni los análisis políticos más o menos serios. A esos ciudadanos los arropa la realidad de su transcurrir cotidiano, pleno de esfuerzos y privaciones cuya prioridad supera por largo la discusión de propuestas económicas. Quien ofrezca asegurar una mejor distribución de la riqueza –y de la comida– lleva las de ganar ante un Vargas Llosa cuyo premio Nobel de la Paz o los honores de un Pérez de Cuellar importan menos que el mejoramiento, siquiera modesto, de las condiciones de vida. Esos votaron por Castillo, quien además se presenta , habla y luce cual uno de ellos.
En la costa –incluida Lima– donde los adelantos del siglo XXI se palpan aun cuando en forma desigual, ese grupo tendió a favorecer a una candidata con perfil más urbano, manejo más culto del discurso, mujer, con un apellido que pudo ser activo o pasivo, según fuera el caso. Allí triunfó Keiko.
Pero el caso que más nos interesa resaltar porque muy bien puede ser aplicable a una posible elección presidencial en Venezuela es el del voto de peruanos en el exterior, cuyo análisis refleja la extraordinaria responsabilidad por omisión cuya consecuencia será grave no solo para el Perú sino para la región. En este numerosísimo colectivo cuyo tamaño dicen sobrepasa los 700.000 ciudadanos, la votación favoreció 75-25 a Keiko Fujimori pero la abstención rondó el 65% de los electores, lo que la privó de los sufragios que pudieron haberle dado una victoria cómoda. En Estados Unidos solamente, donde están inscritos cerca de 300.000 electores, apenas acudieron 80.000. Quiere decir que la mayoría de los peruanos que por una razón u otra han emigrado dieron la espalda a la dramática disyuntiva que enfrenta su país y prefirieron no hacerse presente en las urnas.
Ante el precedente razonamiento este columnista se pregunta qué pasaría si por el trabajo de los rectores, o por la intercesión de José Gregorio o por la presión internacional, el Consejo Nacional Electoral permitiera la votación de los varios millones de nuestros ciudadanos de la diáspora y el día de la verdad nos quedáramos en casa en Miami, Madrid, Buenos Aires o Santiago disfrutando de la parrillita dominical que tanto nos gusta y nos une a los venezolanos. Cierto es que emigraron, pero ¿dejaron atrás todo su bagaje y sus afectos? ¡Amerita pensarlo seriamente!
Bolivia cayó primero; Ecuador, por ahora, se salvó de milagro, Chile va para una constituyente en la que la izquierda ya ha hecho saber que “van por todo”; en Brasil un Lula radicalizado se presenta como opción posible; Colombia se debate en una crisis que presagia que en las elecciones presidenciales del año entrante se impondrá Gustavo Petro (versión menos bocona, pero igualmente siniestra de Hugo Chávez) y en medio de esa tenaza los venezolanos opositores, amantes de la libertad, aspiran a un cambio de régimen cuando no son capaces ni de construir una unidad patriótica libre de agendas personales y consideraciones grupales de corto plazo.
Es de estilo terminar cualquier escrito expresando el “inquebrantable optimismo” del discursante en una Venezuela próspera y justa. Permítasele a este opinador afirmar que a la luz de los acontecimientos que aquí hemos comentado, decir que el futuro no luce promisor. Sorry!