La base del aprendizaje es la experiencia. Descubrimos que el agua moja, que el sol calienta y que el fuego quema, y actuamos en consecuencia: nadie volverá a aproximar la mano a la vela que arde.
Este aprendizaje es extensivo a las personas. De hecho, es la base de los prejuicios: surge la convicción de que alguien tiene ciertos rasgos aún antes de constatarlo, convicción que proviene de generalizar lo que son los comportamientos particulares de alguien a otros que pertenecen a su mismo grupo o condición social. Nada más ilustrativo al respecto que la conocida frase “dime con quién andas y te diré quién eres”. Y es que necesariamente tiene que ser así: forma parte de los mecanismos de defensa que se desarrollan para protegernos frente a las adversidades que nos opone el medio. Tras una experiencia negativa con alguien, procuramos poner distancia. La psicología conductista lo denomina “evitación-escape”
Ante la proximidad de alguien que nos ha herido previamente se disparan las alarmas y, en ocasiones, es razonable que se interponga una cierta dosis de cautela para no volver a ser víctimas de conductas recurrentes. Sin embargo, si bien es cierto que tenemos una cuota de responsabilidad en los resultados de nuestra interacción con otros, también es cierto que podemos rechazar conductas, pero no personas: la misma persona puede actuar de uno u otro modo según el caso, en ocasiones orientado por motivaciones que no acabamos de comprender.
Crash, que mereciera el Oscar a la mejor película en 1985, ilustra magistralmente este cambio de roles que cualquiera puede protagonizar cuando cambian las circunstancias, así como el vuelco que puede experimentar nuestra interpretación de los hechos cuando los contextualizamos, o cuando incorporamos elementos que ignorábamos a los criterios que empleamos para emitir una opinión: justificamos, o al menos comprendemos, la conducta del otro.
Surge la posibilidad del perdón. Pero no el perdón entendido en los términos tradicionales, como un acto de magnanimidad en el que se concede un beneficio al inculpado, indultándosele. Eso no funciona sino en el ámbito judicial. Hablo de este estado en que se concilian nuestras disonancias internas porque, mal que nos pese, cuando hay herida, es porque la persona que ha ocasionado el agravio nos importa. De lo contrario, apenas nos irritaría lo sucedido, olvidándolo de inmediato. El dolor sobreviene cuando el golpe resulta inesperado, estimado injusto o innecesario, cuando proviene de quien amamos. Entonces, surge ese incómodo desencuentro entre el afecto que hasta entonces le hemos profesado y el rechazo que nos produce tras habernos herido. Y viene el comportamiento consiguiente: el distanciamiento.
El perdón, más que un acto dirigido hacia otros, es la posibilidad de aliviar la tensión interna entre dos fuerzas que pugnan; es la conquista de la empatía, la posibilidad de ponerse en el lugar del otro; es el triunfo del amor, es poner en la balanza de los afectos lo bueno y lo malo, y optar por el paquete; es cerrar los ojos y seguir adelante. ¿Volverán las cosas a ser cómo eran antes? No necesariamente. Quizá sean diferentes, pero prosiguen. Vendrán nuevos episodios y se escribirán nuevos capítulos. Después de todo, las cosas vivas no son inmutables: evolucionan, se transforman, maduran, envejecen, retoñan.
No en vano José Ortega y Gasset enfatizaba la unidad del sujeto y su entorno, lo que lo circundaba, las circum-stancias que condicionan hasta cierto punto los que hacemos. Habrá que discriminar entre la saludable prudencia y el prejuicio; comprobar cuán próximas están las heridas al afecto, y medir hasta qué punto estamos dispuestos a correr riesgos.
linda.dambrosiom@gmail.com
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