“…Acabada la cena tomó el pan, dando gracias lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo…”.
Hoy quiero compartir con ustedes una maravillosa experiencia culinaria que el sábado pasado tuve en un sitio de nombre misterioso: “La Cueva de Iria”. Esta no es una cueva, es una panadería que queda en Santa Eduvigis, en Caracas. La visité en compañía de mi amigo cocinero e ingeniero eléctrico, Félix el Gallego. Como verán, este artículo es cómo casero. Me siento con ustedes ¡oh, pacientes lectores!, como un pana que comparte un cuento acerca de panes. No sé si estos temas me gustan tanto porque mis tíos abuelos canarios eran panaderos en la panadería de Solís a principios del siglo XX, y yo llevo en el ADN el gen de la harina y en mi sangre la levadura.
Estimados lectores, en medio de tanta tragedia mundial y nacional a la que nos estamos acostumbrando, en donde solo se oyen cosas malas, es mi deber como comunicador hablarles sobre las cosas buenas de esta vida que continúa a pesar de las desgracias.
Siempre he estado ligado a la gastronomía y al mundo de los licores, y ya que mi amigo el Gallego y yo somos vecinos, hemos dedicado parte del tiempo de este encierro pandémico a pasar casi todo el día cocinándoles a nuestras familias y amigos, razón por la que decidimos que lo que más nos gusta es pulir nuestros humildes conocimientos de panadería.
El Gallego me presentó a un señor maestro panadero, llamado Álvaro Campolargo, dueño de la panadería de nombre misterioso, quien nos invitó a su local. Allí tiene un búnker que funciona como su laboratorio privado, el cual sirvió de escenario para darnos algo más que una clase de cómo preparar la masa del hojaldre. No había terminado de invitarnos a participar en aquel privilegio cuando ya estábamos en el sitio con delantal y todo.
La clase magistral comenzó a las 10:00 de la mañana y terminó a las 5:00 de la tarde. Los únicos alumnos éramos el Gallego y yo. El maestro Álvaro, con paciencia y pedagogía portuguesa y con la inspiración lírica del gran poeta portugués Fernando Pessoa, convirtió en poema un puñado de harina para preparar la masa de hojaldre, a objeto de que el Gallego y yo viéramos cómo era la cosa. Y les puedo jurar que la cosa era muy seria.
Preparar masa hojaldrada no es trabajo para pendejos. Tiene una técnica muy difícil, pero para los fanáticos a quienes nos gusta la panadería es lo máximo. Cuando terminó, allí mismo y como por arte de magia, construyó varias obras de arte de la masa del hojaldre rellenas con queso, jamón y hasta preparó una con guiso marino.
El Gallego y yo estábamos encantados de admirar la maestría de Don Álvaro, quien mientras iba amasando, iba explicando detalles asombrosos sobre el arte de la panadería. Cuando pensábamos que se había terminado el curso, el maestro dijo:
—Ahora, cada uno de ustedes preparará desde cero su masa y solitos armarán sus panes.
Yo, en mi inocencia, creía que sabía hacer panes porque me la paso en eso, pero sentí un gran terror de principiante al enfrentarme a la hechura de la masa del hojaldre. Igual le ocurrió al Gallego, a quien he visto pelar cables de alta tensión con los dientes y quien, al igual que yo, también tenía una cara de terror inenarrable. Aparte, es bueno resaltar que Álvaro es profesor y campeón de Kárate Okinawa 6° Dan y a uno como que le da miedo que el hombre se ponga bravo y suelte un manotazo o un zapatazo.
El sensei Campolargo, al terminar de elaborar sus panes, levantó la mano haciendo chistar los dedos y como de la nada, aparecieron varios ayudantes quienes en silencio se acercaron para introducir las obras maestras al horno. Terminada su faena, destapó una deliciosa botella de vino tinto y fue ese el empujón para que el Gallego y yo nos fajáramos con la masa hasta las 4:00 de la tarde, hora en la cual el maestro, elegante, ceremonial y con las manos atrás, inspeccionó nuestras masas. Yo saqué 20 puntos porque mi hojaldrado quedó perfecto y el Gallego eléctrico, a pesar de que lo caché copiándose de mí, en medio del terror que lo embargaba, logró a duras penas llegar a 16.
La hechura del pan siempre ha estado ligada a cosas hermosas, filosóficas y básicas del hombre: ganarse el pan, el pan de sus hijos, este es el cuerpo de Cristo, ese hombre es un pan, se vende como pan caliente… pan significa amor y es la suma de todos los alimentos del cuerpo y del alma; resume en tres letras lo más sencillo y a la vez lo más completo y grande en cuanto a alimento se refiere. Nadie o casi nadie se atreve a botar un trozo de pan, incluso los ateos lo consideran un pecado.
Muchas personas le tienen miedo a la masa y se creen incapaces de hacer un pan. Confieso que cuando se logra preparar uno y queda bueno, se siente gran satisfacción; es como si hubiéramos hecho un hijo. Nos sentimos orgullosos de él, se lo mostramos a nuestros amigos, lo tocamos y sobre todo, lo comemos con un respeto y un amor increíble. Cuando haga pan, siempre es bueno estar seguro de comprar una levadura fresca para que la masa crezca.
Recuerde, el pan está hecho con seres vivos; la levadura es un hongo maravilloso que vive y muere para usted. Póngale cariño, hágalo con amor, sonría mientras amasa y verá los resultados.
Lo interesante aquí es destacar que en medio de toda esta locura absurda que nos rodea, existen quienes protestan trabajando, quienes no se rinden y siguen adelante a pesar de las vicisitudes para hacer feliz a la gente.
Mientras hacíamos la masa hojaldrada, conversamos de las cosas más importantes de la vida y llegamos a la siguiente conclusión: todos deberíamos preparar un pan de hojaldre y besar a la persona que esté más cerca. Abrácela y dele gracias a Dios por estar vivo, pero sobre todo no se enrolle. Sea optimista que la vida es bella.