22 de noviembre de 2024 12:23 PM

Alfredo Cedeño: Oírla para entenderla

Londres arrastra una fama injusta de ciudad fría, gris y eternamente nublada. En realidad, la capital británica es una de las ciudades más humanas que recuerdo, es una urbe pensada para el hombre. Sus monumentos, calles y jardines son una fiesta de la que siempre cuesta un montón salir. Es cierto que la niebla londinense suele arropar la ciudad de una manera feroz, y hay días en que ni hasta la próxima esquina se puede mirar, aunque eso no suele ser la regla.

El Nacional / alfredorcs@gmail.com

Por siglos la imagen de una ciudad arropada por la neblina se ha establecido como su arquetipo. A ello contribuyeron autores de todo orden y concierto, desde cronistas hasta creadores. Me viene a la mente una obra de Charles Dickens, La casa desolada, en la que describe: “Niebla por todas partes. Niebla río arriba, donde mana entre verdes islotes y praderas; niebla río abajo, donde ondula viciada entre las hileras de embarcaciones y por la contaminada ciudad, grande y sucia, que se extiende al borde del agua”. A este ejemplo, uno entre miles y miles, se une el trágico episodio conocido como “La gran niebla de Londres” que entre el 5 y 9 de diciembre de 1952 produjo la muerte de unas 12.000 personas. Sin embargo, es necesario asentar que en esa ocasión se mezclaron una serie de factores que desencadenaron esa tragedia.

En 1952 la calefacción de la ciudad era a base de carbón, al igual que numerosas fábricas que funcionaban en ella, y que igualmente alimentaban sus maquinarias con el combustible mencionado. Ese año se vivía un invierno particularmente rudo, por lo que sus habitantes trataban de mantenerse en calor con un consumo extraordinario del mineral. A esta situación, para terminar de completar el caos, se añadió la entrada de una masa de aire frío, la cual generó el fenómeno llamado de inversión térmica, que impidió la renovación del aire en la ciudad, lo cual unido a la típica niebla produjo la enorme cantidad de víctimas por causas respiratorias.

Sin embargo, pido excusas por la divagación porque lo que quería escribir hoy era sobre una de sus edificaciones más emblemáticas: a abadía de Westminster, templo que ha sido escenario de coronaciones, bodas y funerales a lo largo de los siglos. Es un espacio que deslumbra, pese a su atmósfera sombría, pero a mí hay un lugar en particular que siempre me ha emocionado de manera especial, la llamada Esquina de los Poetas (Poets’ Corner) donde están sepultados, por citar solo a cinco, Dickens, Kipling, Chaucer, Newton y Darwin. También está allí la de Samuel Johnson, autor del que serían necesarias varias entregas para poder hacer un escuálido boceto de su trabajo. Hoy solo quiero quedarme con una de sus frases: “Para poder enseñar a todos los hombres a decir la verdad, es preciso que aprendan a oírla”.

¿Será que los ilustres miembros de la cofradía política venezolana nunca aprendieron a oír lo cierto?

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