19 de diciembre de 2024 8:51 AM

Ricardo Gil Otaiza: Ocurrencia flaubertiana

1. Cuando se busca desacreditar a un autor suele echarse mano de la vieja estratagema de afirmar “que cultiva géneros menores”, que por lo general refiere al cuento, y bastante he reflexionado al respecto, sobre todo cuando leo a autores como Borges, Cortázar, Monterroso, Poe, Fuentes, Garmendia, Uslar, García Márquez, Ribeyro, Mutis y Onetti, por ejemplo, que enriquecieron al género con piezas memorables, y a las que regresamos una y otra vez, no solo para el deleite estético (que es mayúsculo), sino para tomarnos el pulso y saber por dónde deberán ir los tiros de lo propio, y me digo, a veces en voz alta, para que me oigan los que están a mi lado: “¡tontos los que suelen desdeñar al cuento, no saben de lo que se pierden!, hundidos hasta la orejas posiblemente en novelas multisápidas de quinientas o más páginas, a las que suelen sobrarles más de la mitad, y tan apetecidas en el mercado del libro que mira más la cantidad que la calidad.

2. Me alegra enormemente la fuerza del mercado del libro físico, que ha logrado mantenerse incólume (y hasta ha crecido en los últimos años), frente a las nuevas tecnologías, que irrumpen entre nosotros y que también cumplen con su cometido de entretener e informar (muchas veces de desinformar y perturbar, por cierto). Me llama la atención que sigan siendo las editoriales y las librerías las que tengan la sartén por el mango, porque son ellas las que conocen el “negocio” en sus entrañas y, ahora leo, no sin perplejidad y desconcierto, que, en las listas de las novedades editoriales de los más conspicuos sellos, ahora se agrega una información que antes no traían, como es la de las horas que deberá invertir el lector en leer las obras, y quiero detenerme un instante en ello.

A ver, seguramente es la Inteligencia Artificial la que proporciona tan curioso dato, pero que para nada es real ni exacto, porque el ritmo de la lectura es distinto en cada lector, y que a mí me digan que invertiré ocho horas leyendo el libro que me apetece, pues es un absurdo, porque a menos que sea un libro breve o brevísimo, nadie hoy se sienta y lee de corrido una obra sin pestañear, porque el verdadero disfrute de la literatura viene aparejado con la posibilidad de marcar la página en la que vamos, en meter un dedo entre sus hojas y levantarnos a servirnos un sorbo de café, a leer cada día un capítulo, a releer las páginas que nos parecieron un tanto enrevesadas, a hacer un alto en la lectura y quedarnos un rato reflexionando sobre lo leído, a volver a las páginas anteriores para recordar al personaje que hemos olvidado y al que se hace referencia, a tomar una libreta y un lápiz y escribir una nota, o un dato, o una frase interesante, o un pasaje sublime, a subrayar una o más líneas (cuestión que no suelo hacer), y hasta quedarnos dormidos con el libro entre las manos y percatarnos de ello cuando cae al suelo y el estruendo nos asombra.

3. Admiro a quienes leen libros y luego los venden o los regalan, o los dejan en un parque para que otros los puedan disfrutar, y no hay en ellos ese afán de acumular centenares y miles de ejemplares en las estanterías. Y mi admiración es aún mayor cuando sopeso, no sin estupor, que a pesar de haber dejado atrás una gran biblioteca, producto de mi pasión literaria de toda la vida, aún hoy persiste en mi interior esa avidez de tener y tener más y más libros. Sí, es un vicio, y muy costoso, pero que llevo tan en mis genes, que pienso ya incurable o imposible de desarraigar de mi ser, y a él me entrego como quien agarra la botella o el cigarrillo y con los ojos en blanco se sumerge en los intersticios de aquello que le entrega enorme placer.

4. Esto dice el autor Álvaro Pombo, Premio Cervantes 2024, en su nuevo libro que leo, titulado El exclaustrado: “…otra ocurrencia flaubertiana: Hay que representar lo que uno es, puesto que no se puede serlo. Representar lo que uno es, no pudiendo serlo, ¿no es una impostura?”. Claro que lo es, y, es más, la vida es una permanente y total impostura. Solemos representar lo que somos porque de lo contrario no seríamos lo que somos, y es aquí en donde radica la tragedia humana.

5. En El laberinto de la soledad (1950) del gran Octavio Paz, leo: “El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos, entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia.” Mientras leía recordé a mi padre, quien no era un letrado, pero solía expresar: “nacemos y morimos solos, y lo que tenemos es utilidad”. Quiero imaginarme esa “utilidad” como las vivencias familiares y con los amigos, el saber acumulado desde la experiencia y la reflexión, el compartir momentos de alegría y de tristeza; nuestra conexión con ese “algo” al que le damos distintos nombres.

6. Leo en Historia de la eternidad de Borges: “Es una pobre eternidad ya sin Dios, y aún sin otro poseedor y sin arquetipos.” A veces me pregunto: ¿existe en realidad una eternidad sin la noción teológica de Dios? No sé, respeto las posiciones de quienes piensan distinto a mí, pero una eternidad sin un dios, es algo así, en el plano terrenal, como una vida sin objetivos y metas, como una negación existencial, como un vacío profundo que nos lleva sin piedad a la nada.

7. ¿A quién le importa la llamada posteridad? Es más: ¿existe la posteridad? En lo particular ahora pienso que no (ya he hablado de ella en La ansiada y compleja posteridad), que es un sofisma, es decir, algo falso con apariencia de verdad. Y la razón que daré es de por sí densa: no hay posteridad posible para quien no la puede vivir en el ahora (ya que la niega en toda esencia). Aquellos que fueron reconocidos después de fallecidos, jamás se enterarán de que sus acciones dejaron una huella. La mal llamada “posteridad” es un invento que satisface a los legatarios de una obra, pero no más. Nadie podrá saber jamás de su propia posteridad, por lo que es falaz y su sola postulación va contra la razón y la lógica.

rigilo99@gmail.com

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