Los movimientos ocurridos en las últimas semanas podrían ser la antesala de la conformación de un nuevo escenario político, que, si llegara a tomar cuerpo de veras, podría abrir las compuertas para el ansiado proceso de transición que demanda el país. Tanto la elección del nuevo CNE, como la propuesta de Acuerdo de Salvación Nacional lanzada por Guaidó, y el anuncio de una negociación con participación de actores internacionales, son eventos que no deben verse de manera aislada, independientemente de que en cada uno de ellos puede auscultarse la presencia en especial de equis liderazgos o equis organizaciones. Pese a ello, sería una ingenuidad pensar que el camino está allanado: muchas son las interferencias e intereses que pueden sabotear este incipiente proceso, y está por verse la verdadera disposición de los actores, particularmente –¿hay que decirlo?– del gobierno, cuya hoja de servicios en estos asuntos es harto conocida por todos (¿no es acaso el grotesco embargo del edificio de El Nacional una mala señal, apenas en las primeras de cambio, y que obliga a necesarias exigencias?).
Criticar a Guaidó y a la oposición democrática por este cambio de dirección –lo es, en efecto, en la medida que deja atrás el maltrecho mantra que rigió desde 2019– no es solo una pérdida de tiempo sino que tiene poco sentido, si partimos del aserto bismarckiano de que la política es el arte de lo posible. Él y sus ejecutorias han sido, en buena medida, producto de las circunstancias que han marcado a la oposición democrática y al país desde 2016: en lo interno, la profundización de la escalada autoritaria por parte de Maduro (resumiendo: anulación de la Asamblea Nacional legítima en 2016, terrorismo de Estado para apagar las protestas en 2017, constituyente espuria del mismo año, presidenciales ídem de 2018, posterior anulación de partidos y exilio de líderes), acabando los resquicios que quedaban de democracia competitiva, y restringiendo enormemente las alternativas de acción de las fuerzas opositoras; en lo internacional, la gravitación que ejercieron las políticas de Trump, cuya apuesta agresiva y apasionada pero poco eficaz contra el régimen, condicionó inevitablemente los objetivos y estrategias que, en sana lógica, podían hacerse, predominando en consecuencia una agenda maximalista.
En términos beisboleros, puede expresarse que desde 2019 casi todas las propuestas e iniciativas de Guaidó y la mayoría opositora fueron rectas de 100 millas, replicando virtualmente, de tú a tú, el juego suma-cero del régimen. En términos estrictamente racionales, esto tenía sentido porque teníamos tras de nosotros a la principal superpotencia del globo ejecutando no solo una fuerte política de sanciones -a la que se sumaría, más comedida, la UE– sino también amenazando con la posibilidad de una intervención militar, la cual no solo estuvo de lejos de concretarse, sino que en ningún momento tuvo los efectos disuasorios proyectados (que es lo primero que se busca cuando se formula insistentemente –en nuestra habla cotidiana diríamos faramalleramente– una amenaza tan seria).
Todo este escenario, de hecho, ha venido cambiando, y eso seguramente puede explicar por qué el gobierno ha decidido abrirse a una negociación, de manera aparentemente más urgida y realista que en anteriores ocasiones. El primer cambio notorio es la elección de Joe Biden en Estados Unidos, quien ha proseguido –para decepción del régimen, que esperaba justo lo contrario– la política de sanciones de Trump, pero dejando a un lado la improvisación (esa que describió vívidamente John Bolton) y la política del micrófono, que tuvo el efecto pernicioso de alimentar el inmediatismo y las altas expectativas en el conglomerado opositor, contribuyendo al desgaste de Guaidó y los líderes opositores en general. Los acontecimientos, incluso, es posible que muestren a un Biden susceptible de evolucionar a posturas más duras si no observa resultados en el corto o mediano plazo, tomando en cuenta que apenas llegó ha dado pasos para recuperar los espacios que abandonó Trump –amparado en su nacionalismo y en la política de ahorro de costos– tratando de devolver a Estados Unidos su papel de hegemón y de avanzada de la democracia en el mundo.
Entre los elementos que seguramente han llevado al régimen a abrirse a una negociación también está el efecto a cuenta gotas de las sanciones, pues no puede compararse su situación con la de otros países sancionados, como Irán y Rusia, que llevan inclusive más años soportándolas, pero con la diferencia notable de que han mantenido un aparato productivo en relativas buenas condiciones –incluyendo al sector privado– a diferencia de la devastada economía nacional, con un brutal retroceso de 80% el PIB en los últimos 7 años. El intento del régimen de abrirse a una economía de mercado, cuya expresión principal es la Ley Antibloqueo, no solo tiene el problema de que puede deteriorar aún más su base de apoyo política y social –como puede verse ya con la ruptura con el PCV y otras pequeñas agrupaciones– sino que sus beneficios eventuales solo se pueden ver en el mediano y largo plazo, si es que puede esperarse tal cosa de una apertura concebida sin el apoyo de ningún organismo financiero internacional y tratando de imitar, sin más, al modelo chino.
Otro factor que ha condicionado fuertemente a Maduro y compañía es su creciente aislamiento dentro de América Latina. Lejos están aquellos tiempos en los que Chávez y el eje de izquierda dominaban a placer la OEA y creaban, sin ton ni son, nuevos organismos regionales. Unasur está sepultada, el Alba es un espejismo, mientras otros organismos como Petrocaribe subsisten como unos zombies, al quedar arruinada Pdvsa (la petrochequera que camina por América Latina). La derecha y los gobiernos de centro han regresado a países como Brasil, Uruguay, Paraguay, y Ecuador. Y si bien la izquierda ha vuelto a México, Argentina, y Bolivia (y amenaza ahora en Perú, Chile y Colombia) en el fondo apenas hay un compromiso simbólico de sus líderes con Maduro y la revolución (seudo) bolivariana; nadie quiere retratarse con él ni mucho menos imitar sus fracasadas políticas. Los casi 6 millones de migrantes venezolanos constituyen una especie de espada de Damocles que acorrala al régimen y lo deja ahíto de apoyo económico y político. Aunque este panorama lo ha llevado a arreciar sus iniciativas de desestabilización, puede dudarse razonablemente que los frutos alcanzados sean los que el castrochavismo desearía.
La oposición, en resumen, está en un momento clave, y no debe temer a realizar los cambios que haya que realizar, siempre que sopese bien cada paso y tome decisiones consensuadas y en unidad. La política, decía Lenin, no es la avenida Nevsky de San Petersburgo (una larga vía recta), sino una carretera llena de curvas y zigzags. Si bien la ocasión luce propicia para participar en las regionales (por los beneficios que traería al revitalizar los liderazgos, las organizaciones y la capacidad de movilización), esa decisión debe estar sujeta a un mínimo de condiciones, y solo hay que verla como la primera estación dentro de un recorrido más largo que hay que hacer para reconquistar la democracia y las libertades fundamentales.