Hasta su fallecimiento, en 1964, Phil Davis dibujaría las tiras cómicas del Mandrake el Mago, un personaje concebido por el célebre Lee Falk, también autor del personaje “El fantasma”, cuando contaba sólo 19 años y estaba estudiando en la universidad.
Tras la muerte de Davis, Fred Fredericks se haría cargo de las ilustraciones hasta su retiro en 2002, asumiendo también la escritura de los guiones más tarde,
Considerado por algunos como el primer superhéroe aparecido en un cómic, Mandrake habitaba en una mansión construida en la cima de una colina, Xanadú, en el estado de Nueva York, alternando su desempeño en el mundo del espectáculo como prestidigitador, ilusionista y mentalista, con su rol de justiciero que enfrentaba a una gama de villanos en la que figuraban extraterrestres, gánsteres y científicos locos.
Al parecer, el personaje habría tomado su nombre de un mago de la vida real, León Mandrake, quien llevaba al menos una década en los escenarios cuando apareció la tira cómica, y que progresivamente fue ajustando su imagen a la del dibujo para alimentar en el público la convicción de que era él, en efecto, quien se encontraba retratado en la historieta. De hecho, era buen amigo de Lee Falk.
Entre sus múltiples ardides, Mandrake podía hacerse invisible, cambiar de forma, levitar y teletransportarse, además de valerse de sus capacidades hipnóticas, que ocasionaban que sus enemigos contemplaran ilusiones, amedrentándose.
Con semejante repertorio, no es de extrañar que en el imaginario popular venezolano la figura de Mandrake se consagrara como referencia de lo imposible. Cuando hay algo que no tiene solución se apela a la célebre frase: ¡Ni Mandrake el Mago!
Y traigo a colación el personaje a propósito de una reflexión que, como casi siempre en mi caso, gira en torno a las relaciones humanas: la importancia de poner en común lo que pensamos o sentimos. Si no lo comunicamos , no se puede enterar ni Mandrake el Mago.
Partamos del principio de que el otro actúa de buena fe o, por lo menos, desde la ignorancia. No es consciente de lo que nos irrita. Apuntar aquello que nos genera malestar puede facilitar una convivencia y una interacción más armónicas, al evitar los temas que ocasionan conflicto. Pero, más aún, lejos de constituir injurias o acusaciones, muchas veces poner en común cómo nos sentimos puede dar pie a que el otro exponga sus propios puntos de vista y sus argumentos.
La utilidad de correr el riesgo de desnudar los propios sentimientos y debilidades depende de lo que haga nuestro interlocutor con esa información, pero constituye, sin duda alguna, una enorme prueba de confianza, tanto en la otra persona, como en la relación: es apostar por la comprensión que el otro nos va a ofrecer, por su inocencia, por sus ganas de arreglar las cosas, de ser más feliz. Y es creer que la relación provee una atmósfera segura para poder abrir el propio corazón y dar rienda suelta nuestras (a veces infantiles) fragilidades.
Si la atención, en lugar de centrarse en el hablante, se desplaza hacia la propia persona, la comunicación se interpretará como una acusación o un reproche, y ya no generará empatía, sino dolor. Entonces, la relación se tambalea. Pero el silencio tampoco conduce a ningún cambio, ni en la percepción de quien habla, ni en el comportamiento de quien actúa.
Es muy de agradecer, en fin, que alguien exponga el propio corazón, sin tener que adivinar lo que sucede y sin tener que recurrir a estratagemas que no sería capaz de aplicar, en definitiva, ni Mandrake el Mago.
linda.dambrosiom@gmail.com
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