23 de noviembre de 2024 7:04 AM

Nelson Chitty La Roche: ¿Representativa o protagónica?

La democracia es hoy en día una filosofía, una religión, una forma de vivir y, casi accesoriamente, una forma de gobierno”. Georges Burdeau

La democracia pasó más de veinte siglos eclipsada, nos recuerda el eminente tratadista Giovanni Sartori, refiriéndose a su desvanecimiento desde la antigüedad hasta la modernidad. Hoy en día, luego de postularse y erigirse como el sistema universal de gobierno, sin embargo, conoce un profundo cuestionamiento y mengua su credibilidad.

Palidece la democracia progresivamente y en particular, en esta centuria, se hace más que evidente esa situación de severa crítica y alejamiento y en particular, en aquellos países que otrora la trajeron y abrigaron con devoción.

Occidente redescubrió la democracia y la convirtió en un signo de su modelo civilizatorio, junto a la libertad del hombre y valores excelsos como el humanismo y la solidaridad, pero con el giro en curso que coloca al constructo todo de inspiración filosófica cristiana en ascuas, apunta al gobierno de los iguales encontrando en el ejercicio, proveedores para la decepción y la ira inclusive.

Empero, cabe siempre evocar al león inglés Sir Winston Churchill: “La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás”. El tema puede hacerse campo de debate largo y ancho y no tenemos el tiempo ni el espacio ahora, por lo cual, únicamente comentaremos uno de los elementos que siempre generaron  polémica y algunas de sus repercusiones en la actualidad.

¿Es la democracia representativa o de partidos la que conviene o, por el contrario, es la que se corrompe y deteriora, enervando sus prestaciones? ¿Es sustentable la consulta, la deliberación y la decisión, entonces, el gobierno de todos sin mediación, la democracia directa pues?

El asunto ha frecuentado como reflexión desde que se abordó en Europa con la ilustración y otros movimientos de pensamiento que incoados y desarrollándose a partir del renacimiento y la secularización, trasladaron la decisión desde el monarca hacia el pueblo soberano gradualmente y la cuestión constituye la glosa básica de Hobbes, Locke y, entre otros más, Rousseau.

El ginebrino, auténtico portento del pensamiento político, en uno de sus siempre importantes trabajos, adujo así: “El pueblo inglés piensa que es libre, pero se equivoca realmente. Él es libre solamente durante la elección de los miembros del parlamento y apenas ellos son elegidos, vuelve a ser esclavo, él no es nada más”. (J.J. Rousseau, extracto de Contrato Social, Libro III, Capítulo XV).

Para el talentosísimo Jean Jacques, la libertad solo era tangible en el ejercicio de la voluntad y así solo habría una genuina democracia, entre iguales y libres. Escribió, […] jamás ha existido verdadera democracia, y no existirá jamás. Va contra el orden natural que el mayor número gobierne y el menor sea gobernado […] Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres. (Jean-Jacques Rousseau, Del contrato social, Madrid, Alianza, 1980, pp. 72-73)

Escogí a Sieyès, entre otros, como portavoz de los que sostenían que debía prevalecer la escogencia de mandatarios para los cuerpos deliberantes y el depósito en ellos de la articulación de soberanía, constituyendo el órgano que instrumentalizaría un gobierno representativo y tal vez una democracia materialmente. Es más, para Sieyès: “En el Estado social todo es representación. Se la encuentra por doquier, tanto en el orden privado como en el orden público; es la madre de la industria productiva y comercial, y también de los progresos liberales y políticos. Más aún, se confunde con la esencia misma de la vida social […] Los amigos del pueblo […] en su crasa ignorancia, creían que el sistema representativo era incompatible con la democracia, como si un edificio pudiera ser incompatible con su base natural […] El pueblo no debe delegar más poderes que los que no puede ejercer por sí mismo. A este supuesto principio se le vincula la salvaguardia de la libertad” (Emmanuel Joseph Sieyès, citado por David Pantoja Morán,  (Comp.), Escritos políticos de Sieyès, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, pp. 242-243.)

Entretanto, la libertad y la revolución corren de la mano, bailan juntos, pero otra fenomenología se muestra, salen del cascarón ideas en larga gestación y una sociedad se esboza. Deja atrás pero no tanto, l’ancien régime, pero rocambolesca y ebria tropieza con el extremo y cual procesión pareciera dar la vuelta y el imperio y la lucha fratricida y la duda y el bajo psiquismo y el episodio sórdido, el terror y Fouchet y el intercambio que enriquece y el fin del corporativismo y la conquista de la libertad de ser y hacer y el igualitarismo que opaca a la libertad misma, como nos recuerda Hannah Arendt. Valga el coloquio, mucho con demasiado para digerir cómodamente.

Paralelamente, se están formando, despejando, precisando, afinando conceptos que van a pesar enormemente en la meditación que nos interesa. El de ciudadano es uno, el de soberanía es otro, movedizo, pero igualmente las corrientes del liberalismo y el socialismo se van acusando e implantando en el pensamiento político. La forma de gobierno y las nociones de legitimidad y legalidad se hacen impretermitibles. Mucho se mostraba y bastante se descubría y una suerte de problematización se imponía.

La economía y el mercado, el comercio y la industria destilaban un elixir, un aroma para las sociedades que no solo las estimulaba al trabajo y al progreso, sino que inficionaba de su esencia materialista el espectro todo y haciéndolo comprometía las ideas de virtud pública con aquella de posesión, propiedad, riqueza, ambición, egoísmo y codicia.

El comercio impregnaba como propuesta al continente y exigía a la arquitectura institucional, parámetros y referentes cónsonos con su evolución. Otra clase social detentará la energía, mientras el pasado se bate en retirada desordenada y es menester reconcebir para comprender y comprender para rearmar, reconstruir y repensar.

Las vivencias, en constante reto con las teorizaciones, conocen las derivaciones que como secuencias siguen. Ciudadanía es poder, pero, ¿todos pueden ser ciudadanos? Votar es participar, pero ¿todos deben votar?

Dado que la soberanía es de la nación, como enseñó Sieyès, es indivisible además, ¿cómo ejercitarla sin adulterarla, sin manipularla? Rousseau nos había convencido de que en cada uno obraba una alícuota de esa potencia ordenadora y decisoria que zanjaba cualquier impasse.

Precisemos, no obstante; surgió otra configuración del poder, de su titularidad y de su dinámica. Aunque la idea de la comunidad nacional y de la soberanía popular no son compatibles, deben coexistir para asentar el nuevo orden.

La semana próxima, Dios mediante, glosaremos por encima, claro, la democracia como manifestación de soberanía y cómo ello puede servirnos en esta coyuntura histórica en que nos jugamos tal vez y esta vez definitivamente la república.

nchittylaroche@hotmail.com

@nchittylaroche

El Nacional

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