En el Acto V –y no en el Tercero, a propósito del célebre ser o no ser, como suele pensarse — el Hamlet de Shakespeare sostiene una calavera en la mano y diserta en torno a la deferencia con que deben ser tratados los restos humanos: ¿costó acaso tan poco la formación de estos huesos a la naturaleza, para que jueguen con ellos a los bolos? ¡Oh! Me resulta doloroso pensar en eso.
Para quienes estamos convencidos de que no somos el cuerpo que habitamos, los despojos deberían carecer de importancia. Sin embargo, al igual que una fotografía despierta el afecto, dirigido no al trozo de papel sobre el que se encuentra impresa, sino a lo que re-presenta, es inevitable que el cuerpo de los difuntos nos inspire cierto respeto.
Quizá por eso, porque evadimos la realidad inexorable de la muerte y porque la idea de manipular de vísceras y otros restos nos resulta especialmente repugnante, la taxidermia siempre ha despertado recelo.
Vienen a mi memoria dos venezolanos famosos involucrados en este oficio: el artista Miguel Von Dangel y el legendario doctor Gottfried Knoche, un médico alemán que, arribado a nuestro país en el siglo XIX, acabó por engrosar el inventario de espantos del imaginario popular a causa de sus extravagancias, entre las que se contaba el haber embalsamado a los difuntos de su familia.
Knoche, que habría cobrado fama de persona caritativa por su diligente atención a los enfermos durante la epidemia de cólera de 1855, vivía en Galipán, hasta donde llevaba a caballo los cadáveres no reclamados de la Guerra Federal desde el hospital San Juan de Dios, que él mismo había refundado. Allí les inyectaba un líquido que conservaba los cuerpos sin necesidad de extraerles los órganos. El cadáver del presidente Francisco Linares Alcántara habría sido momificado por el médico alemán.
Tal es el personaje que inspira a José Miguel Segovia para escribir su libro La última momia de Galipán, en la que termina por cuestionar si el doctor Knoche era realmente un monstruo o un científico loco.
Segovia explica que siempre había sentido inquietud por escribir, pero que lo había ido aplazando. “Se ha vuelto compulsivo en los últimos cuatro años. Se trata de una pasión pero, como en toda pasión, no siempre quedas satisfecho”, advierte.
En 2019 se publicó su obra Una historia de muñecas, a la que siguieron El Santo del Amor, La Última Momia de Galipán y El Dientón del Unare y otros relatos.
“Mi consentido es El Santo”, señala. Se trata de la historia de Nelson Urdaneta quien, tras su desaparición, y convertido en El Santo del Amor, tiene la tarea de complacer los deseos de los creyentes que acuden a su tumba en el Cementerio General del Sur para pedir un milagro de amor.
José Miguel prosigue: “Es un tipo bastante normal, con fama de buen amante, un gozón que de repente se convierte en un mártir de los placeres. Es duro eso de tener que asumir como un oficio lo que te gusta. Y, de paso, hasta se enamora sin futuro de nada. Es la tragedia de Nosferatu o Drácula”.
Mientras que La última momia y El Santo se desarrollan en Caracas, Una historia de muñecas se sitúa en Tailandia, en donde una mujer comienza a ensamblar muñecas afirmando que cada una de ellas posee un «alma buena» gracias a sus dotes de médium. A partir de esta historia, Segovia pretende exponer “los senderos que pueden adoptar los seres humanos para atenuar su soledad o la permeabilidad de las sociedades para aceptar ideas al abrigo de la moda”.
Sin duda estos argumentos, en principio entretenidos, nos llevan también a cuestionarnos acerca de nuestras creencias y nuestro modo de actuar.
linda.dambrosiom@gmail.com
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