En nuestro contexto la fama de los suegros no suele ser muy buena que se diga, porque siempre está asociada a la intromisión, a las peleas y a los malos momentos. Es algo así como parte del “real ser” del matrimonio y de la familia: una mala noción muy arraigada entre nosotros, casi un paradigma establecido desde hace mucho tiempo, y lo asumimos sin más, como si fuera una verdad absoluta, y creo que en este sentido vamos predispuestos contra ellos, como si las reglas no tuvieran sus excepciones, como si la vida fuera tabula rasa: sin matices, sin claroscuros, y sin los lógicos puntos de inflexión que confieren sentido y belleza a la existencia.
Déjenme decirles que soy un afortunado, porque hallé en mis suegros gente maravillosa, atenta, que me abrió las puertas de su casa como si de la mía se tratara. Me sentía tan cómodo y feliz entre ellos, que ese espléndido ambiente me permitió abrirme a otra cultura, a percibir y a valorar la calidez del extranjero que llegó a Venezuela para construir una familia, pero también para ayudar a empujar el país y hacer de él lo que alguna vez llegó a ser.
Manoliño y Chichiña, mis queridos suegros, llegaron desde Galicia a finales de la década de los 50: posiblemente, si mis cálculos no me fallan, en 1958. Primero llegó él con su hermano Faustino y se instalaron en Caracas, y luego ella. Ah, como cosa curiosa, se casaron a la distancia por poder legal (o por no poder, como solían ellos recordar de manera jocosa), y ya desposados, y sólo así, se vino ella en tiempos navideños. Recuerdo que Manolo me contaba las tribulaciones del encuentro en La Guaira, ya que llegó al puerto a buscarla a la hora pautada por la empresa, pero se encontró con la noticia de que el barco había atracado mucho antes de lo indicado, y que ya se había marchado a Cuba. Él, desesperado, comenzó a recorrer los espacios casi desolados del puerto, y a lo lejos la vio sentada, sola, esperándolo con las maletas. La emoción tuvo que ser indescriptible. ¡No me dirán que no es una historia de amor digna de una película!
La inmigración que recibió Venezuela en aquellos tiempos (en las postrimerías de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, y años después), fue clave para la bonanza que alcanzó el país en las siguientes décadas. Esos inmigrantes españoles (fundamentalmente canarios y gallegos), italianos, portugueses y árabes, entre otros, llegaron a trabajar de sol a sol, a consolidar una tradición de inversión, ahorro y disciplina, que muy pronto se vio traducida en pequeñas, medianas y grandes empresas, así como en mano de obra calificada.
Durante varios meses mis suegros vivieron en Caracas, y luego decidieron irse a Puerto Ordaz, que ya para entonces comenzaba a erigirse en un centro de desarrollo. Empero, Manolo siempre me decía que cuando llegaron todo era muy incipiente: el poblado apenas se mostraba en el mapa con una calavera y dos huesos cruzados. Para su asombro, hallaron un extraordinario cruce de idiomas y de culturas, una verdadera cantera de oportunidades de trabajo, que se abría a todos como una fuente inagotable. Pero fue el paisaje lo que más los atrajo, la gran biodiversidad que emergía como por arte de magia, la esplendidez de un territorio que se abría ante ellos y los obnubilaba, los ganaba para siempre, y haría que lo añoraran muchos años después, cuando se vinieron a Mérida para que sus hijas estudiaran en la Universidad de Los Andes.
Entré en la familia Toba en abril de 1987, cuando la que hoy es mi esposa (mi única esposa) y yo nos hicimos novios (año y medio después nos casamos). Me integré a esa familia con gozo y naturalidad, a pesar de la “cuadratura” de quienes nacemos y nos criamos en los Andes encerrados entre montañas. Puedo decir con orgullo y alegría, que jamás tuvimos alguna desavenencia o encontronazo: ¡jamás! Sencillamente, zanjábamos las normales diferencias generacionales con la palabra y la mejor buena voluntad de ambas partes. Eran muy educados, atentos y cordiales, y no era difícil entenderse con ellos.
Lo que más admiré en mis suegros fue el inmenso amor que se profesaban, era tan auténtico y puro, que podías verlos por las calles de Mérida tomados de la mano como adolescentes, asistiendo al cine, montando bicicleta, disfrutando de la vida al mejor estilo europeo, y como todo eso no es usual en las parejas venezolanas, eran fuente de admiración y de enorme respeto. El amor se les notaba a cada instante, les salía por los poros: en la deferencia y el respeto en el trato, en el querer complacer al otro, en el prodigarse detalles y las mejores frases; en esa mirada detenida y atenta que no sabía mentir, sino que era esencia pura del sentimiento.
Hoy, cuando mis suegros no están (hace muchos años ya que partieron de este mundo), los recuerdo con gran cariño, y reconozco en ellos una autenticidad y una manera de ser y de relacionarse, que rompía esquemas, que era ejemplo para su generación y para las siguientes, que se erigía en baluarte en medio de una familia venida de otros rincones del mundo, pero que llegó para sembrarse entre nosotros, para dar ejemplo en todos los ámbitos de su proceder, y que definitivamente marcó mi vida. Esa hermosa pareja y su familia eran el espejo en el que yo me quería ver, anhelaba seguir sus huellas, y con el paso del tiempo se han consolidado en la memoria: el único lugar posible.
rigilo99@gmail.com
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