23 de septiembre de 2024 5:00 PM

Ricardo Gil Otaiza: Mirando al horizonte

1) Termino de leer la última novela del escritor estadounidense Paul Auster (1947-2024), titulada Baumgartner (Seix Barral, 2024), y la he disfrutado enormemente, aunque debo decirlo con honestidad: no es la mejor de su extensa obra, ni es una novela de “gran solidez” como se recoge en la cita de Los Ángeles Times que aparece en la solapa posterior, y lo digo con la autoridad que me confiere haber leído y reseñado buena parte de sus libros. Obviamente, esto que acabo de expresar no minimiza la opinión que siempre he tenido del autor, a quien consideré uno de los grandes maestros de la literatura contemporánea en lengua inglesa, y quien debió de recibir el Premio Nobel de Literatura al que estuvo nominado por varios años. Baumgartner, personaje central del libro, es un profesor universitario de Filosofía próximo a jubilarse, quien años atrás pierde a Anna, su amor de juventud, y queda hundido en una profunda tristeza (cuyas reflexiones enriquecen la trama desde lo existencial). A partir de un sueño revelador busca rehacer los jirones de su existencia, y es entonces cuando se da a la tarea de contarnos fragmentos de su pasado y del de su esposa (y así nos enteramos que se trata de una historia autorreferencial de la rama de los Auster: que es la de la madre del autor), así como de un presente signado por muchos temores y algunos desengaños. Cuando el lector más espera de este personaje y de todo aquello que al parecer se abre frente a él y sus circunstancias: el novelista decide truncar abruptamente el texto, y nos deja con la extraña e ingrata sensación de inacabamiento. Nos corresponde entonces a nosotros conjeturar posibles cierres, en un ejercicio literario de extrapolación y también de fábula.

2) A menudo me asalta una interrogante: ¿Qué buscamos al leer literatura? Y se abre ante mí todo un espectro de respuestas, cuyo conjunto se hace ontológico y denso, porque la literatura complementa, amalgama y conjunta, y gracias a este artilugio, del que no escapa lo ilusorio y la mentira, nos convertimos en otras personas y nos lanzamos a la corriente de la vida con una visión más honda y diversa; salvífica y a la vez sanadora. Al leer nos sumergimos en mundos desconocidos: sabemos de otros seres (reales o irreales; no importa), pero que son como nosotros, y en ese encuentro con lo desconocido nos reconocemos como quien se mira en un espejo, y si bien a veces todo esto resulta doloroso porque nos enfrenta con nuestro Ser, es al mismo tiempo extraordinario y enriquecedor. Obviamente, para que todo esto acontezca tendrá que darse la necesaria consustanciación obra-lector: que no es otra cosa que el quedar atrapados en la corriente de unas páginas en las que personajes e historias, contextos y digresiones, confabulen en múltiples direcciones para que seamos “esencia y sustancia” de lo contado, para que vibremos en los mismos (o similares) registros, y que al llegar al final del libro podamos exclamar sin ninguna duda y desde el fondo de nuestra alma: ¡guao, qué maravilla!

3) La noción de eternidad es platónica; es decir: desde antiguo nos mecemos entre el escepticismo más profundo y la esperanza más desgarradora frente a la realidad y sus circunstancias. Creer o no en una eternidad no es para nosotros una opción, ni siquiera un mecanismo del intelecto ante el vacío existencial, sino una asunción que impregna nuestra mirada de sentido y le otorga un hálito de divinidad, que se erige luego en ruta y en certeza de nuestro transitar en el “ahora”. La noción de eternidad nos realimenta de manera constante; hace de nosotros piezas de un enorme rompecabezas. Si somos parte y todo de un “algo” que no podemos explicar porque nuestros sentidos y nuestra capacidad escapan a ello, pues qué más da refutarlo o no: nos dejamos llevar como hojas en un infinito río y, en esa suerte de “entrega” a lo desconocido, recorremos la vida sujetos a lo fáctico y sus eventualidades. ¡Menuda empresa la humana…!

4) Nuestro afán de perfección es distintivo de la propia naturaleza que nos gobierna a su antojo, que nos batuquea sin que opongamos resistencia y nos lleva por inciertas veredas: muchas de ellas de enorme asombro frente a lo que somos capaces de alcanzar: la obra humana. Ella nos otorga un estatus significativo, hace de nosotros seres ganados a un desconocido infinito de grandeza y belleza; es principio y fin de un “algo” que nos identifica como especie y hace de nosotros presas de una obra siempre inacabada por imposible de alcanzar. Esas ansias del detalle, de mejorar lo ya alcanzado, de elevar el nivel de una obra es tan maravilloso, que no podemos explicarlo desde nuestra propia finitud, porque es en sí contradictorio y al mismo tiempo de carácter divino.

5) Siempre queremos ir más allá: innovar en todo lo que emprendemos, elevar los estándares del quehacer, y ello responde a la superación propia de nuestra esencia, que nos complejiza hasta el extremo de lo inaudito, que hace de nosotros posesos inconformes con lo que tenemos o alcanzamos y estamos como la liebre tras la zanahoria. Innovar es un sello que nos ha traído hasta la era tecnológica y de la inteligencia artificial: en la que nos enfrentamos y (de paso) retamos a nuestra finitud, y extendemos los límites de lo humanamente posible para reinventarnos y replicarnos; para derrumbar los linderos de los sueños y llevarlos a los niveles de la fábula. Somos, qué más da, perennes insatisfechos que jamás damos nada por sentado y establecido, cuyos límites caen a menudo en sutiles territorios en los que todo es posible, incluso lo inimaginable por absurdo y disparatado. Pero aquí estamos: plantados frente a nuestras propias circunstancias epocales, mirando siempre al horizonte sin importarnos los enormes desafíos que tenemos por delante, porque eso somos: imperfectos y hambrientos de innovación y de cambio, y nada importa más que lograr nuevas metas y así descubrir lo que yace más allá de nuestra comprensión.

rigilo99@gmail.com

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