“La oposición venezolana comienza una gira europea para mostrar unidad”. “La dividida oposición enfrenta el desafío de recomponerse en el corto plazo”. “Hay que trascender los intereses partidistas para unificar a todo un país». “Nuevas fisuras amenazan a la oposición venezolana”. Aun cuando la mención a la “unidad” aparece con especial vigor mediático, sabemos que esa invocación -a veces hecha en términos casi místicos- ha sido recurrente en Venezuela.
En efecto, la historia reciente lleva el sello de ese tenaz llamado a formar una coalición democrática capaz de aglutinar minorías dispersas, de competir eficientemente con el chavismo y convencer a la mayoría, ofreciendo una alternativa de poder creíble, institucional, inclusiva, pacífica. El problema, claro está, ha sido operativizar tal aspiración en forma de métodos e incentivos que soporten a largo plazo la asociación disímil, promiscua. Una tarea que desnuda a una oposición no sólo descarriada, enfrentada hacia lo interno por teorías de cambio en apariencia incompatibles. También maleada por las perversiones del esquema clientelar que socavó a la democracia de finales del siglo XX, y que siguió degradándola con el ascenso de un partido-Estado resuelto a escamotear las condiciones igualitarias de competencia.
Aun así, los tiempos de la MUD registraron significativos avances en el campo electoral, sin duda. Pero no pocos terminaron licuados cuando se tradujeron en ejercicio concreto de poder. Todo lo cual, al margen de las hostiles condiciones del entorno, evidenció tanto la cortedad de miras como la inconsistencia del pacto que originalmente debía inspirar y sostener las decisiones estratégicas de los miembros de la coalición opositora. Pues, ¿qué propósito justifica este tipo de alianzas: surfear puntualmente la anomalía, apenas torear el brete para no extinguirse, estar sin influir? ¿O más bien –sistemas de solidaridad mediante- construir fortalezas propias a largo plazo y en aras de un plan mayor, la transformación progresiva de las relaciones de poder existentes?
El fin último de los partidos, sobrevivir como organizaciones políticas con pluralidad de intereses (Angelo Panebianco, Modelos de partido, 1990) pareció por momentos encontrar un camino que trascendía el natural enfrentamiento, y que dependía del establecimiento de reglas y acuerdos para distribuir los limitados recursos disponibles. Tal dinámica es común incluso en sistemas en los que los cargos públicos se disputan en elecciones limpias a las que concurren muchos competidores con desiguales fortalezas, todos pugnando por sobrevivir. La racionalidad política, presionando para que la organización se supedite a los fines, mueve entonces a consensuar, a buscar alianzas que mejoren las oportunidades del bloque. Prevalece allí una lógica que induce a bajar costos particulares y maximizar ganancias totales, expresadas más tarde en el consabido establecimiento y repartición de cuotas. Pero cabe preguntarse si esa restrictiva lógica basta para precisar beneficios de una asociación con un objetivo menos inmediatista, menos profano pero necesariamente realista: la construcción de una vía segura y perdurable hacia la democratización.
Acuerdos cooperativos celebrados en escenarios de alta incertidumbre -como el Pacto de Puntofijo, en 1958; o los de la Moncloa, en 1977- remiten a prioridades distintas a las de la sola obtención de poder, status o recursos materiales. Sí: la ética de la responsabilidad pide entonces recalibrar el peso y la respuesta a estos incentivos selectivos, para aprovechar y trascender la útil contingencia electoral en función de compromisos de mayor calado. La restitución de un entramado institucional que blinde la futura gobernabilidad democrática y normalice la coexistencia, que garantice libertades y respeto a los derechos humanos, por ejemplo. O la aplicación de un eficaz plan de reformas económicas que, lejos de fustigar a la población, destrabe la recuperación material. O la compleja transición del país roto, desigual, empobrecido, al país desarrollado.
Tras exhaustivo inventario de los acontecimientos que bordaron el nacimiento de la Concertación chilena, el expresidente Ricardo Lagos reflexionaba al respecto. “La creación de esa coalición fue el resultado de una acumulación sucesiva de fuerzas durante un largo periodo de tiempo, no el fruto de una decisión puntual”. La consciencia de la excepcionalidad anticipaba así mudanzas medulares en los modos en que se concebía la práctica política. “Teníamos que preguntarnos qué tipo de sociedad queríamos (…) Obtener la mayoría para que Aylwin fuera presidente fue fácil; lo difícil fue esa otra transición”, una cuyo impacto en la opinión pública no es comparable con el momento en que se cede la banda presidencial. Lagos afirma, con conocimiento de causa: “la transición exige que algunos renuncien a sus aspiraciones legítimas”… ¿contamos en Venezuela con similar convicción, coraje político y claridad estratégica? Sin políticas de elemental acercamiento, ¿podrán unas primarias domesticar los egos desatados por la ilusión feroz de competencia y disponer el salto a la otra fase, la del programa común para el cambio político, económico, social?
El riesgo, en fin, es ver en la unidad electoral -y en la propia elección- no un medio sino una suerte de ultimátum, una nueva versión de ese todo-o-nada que con tanta diligencia ha conducido a socavones de frustración. No basta con sustituir nombres si no hay al menos indicios de que se apuesta a la transformación de una insalubre cultura política. Más allá de narrativas seductoras, el proyecto democrático necesita tanto de perfiles idóneos como del desprendimiento que, incluso desde flancos no protagónicos, promueva esa evolución estructural, esa muda de ideas, costumbres, valores. He allí el reto: optar por incentivos colectivos capaces de trascender el mezquino instante, la glotonería del rey tuerto en su reducida comarca de ciegos.
@Mibelis
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