En 1967, el papa Pablo VI empleó el término progreso en una carta encíclica de carácter social. La Populorum progressio expone la raíz del malestar social generalizado y las vías de soluciones globales basadas en dos premisas fundamentales: solo es posible el progreso humano si es para todos los hombres y para todo el hombre. El progreso humano y social debe ser, por lo tanto, inclusivo (todos los hombres) e integral (la totalidad de la persona).
Quizás haya sido una denuncia puntual al sistema capitalista liberal como aquel «que considera el lucro como motor esencial del progreso económico; la concurrencia, como ley suprema de la economía; la prosperidad privada de los medios de producción, como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales correspondientes» lo que haya ocasionado que el término progreso se entienda hoy, en muchos ambientes, en clave marxista o socialista. No obstante, el documento reconoce el aporte irremplazable de la empresa privada y del progreso industrial a la obra del desarrollo.
Los movimientos progresistas latinoamericanos, tales como el grupo parlamentario progresista iberoamericano, mejor conocido como Grupo de Puebla, abogan por una serie de planteamientos de carácter político, socioeconómico y cultural, que van desde la defensa de sistemas tributarios equitativos y progresivos, hasta la promoción del principio de autodeterminación de los pueblos. Todo ello en un marco democrático, político y legal perfectamente compatible con el espíritu de la encíclica social que venimos mencionando.
No obstante, bajo el signo de progreso se cobijan también movimientos identitarios que propalan ideas regresivas, con aires de tribalismo y conductas prepolíticas.
Grupos que denotan cierta tendencia a sentirse ligados de manera existencial hasta el punto de ignorar o denigrar de quienes no son como ellos. Bajo la defensa de unos supuestos «derechos» de igualdad, pretenden erigirse en el nuevo referente omniabarcante de lo social y lo moral, y para eso insisten en hacer una reingeniería global creando nuevas estructuras familiares, socioeducativas y culturales. Pretensiones totalitarias detrás de este no saber o no querer distinguir entre lo personal, lo social y lo político, entre las libertades individuales y el derecho universal a la libertad. Paradójicamente, sus postulados coinciden con cierto libertarianismo extremo que confunde la libertad con libertinaje, y la responsabilidad con la solvencia económica.
El verdadero progreso humano y social debe, en primer lugar, defenderse desde el espacio común, con énfasis en las necesidades más apremiantes de la población y de manera integral.
Como dijo el papa Pablo VI: «El desarrollo de los pueblos y muy especialmente el de aquellos que se esfuerzan por escapar del hambre, de la miseria, de las enfermedades endémicas, de la ignorancia; que buscan una más amplia participación en los frutos de la civilización, una valoración más activa de sus cualidades humanas; que se orientan con decisión hacia el pleno desarrollo, es observado por la Iglesia con atención».
En estas horas amargas de tantas necesidades grandes y elementales en nuestra nación, el llamado es a comprender que más allá de nuestras diferencias, puntuales o incluso existenciales, sí es posible reconstruir el espacio político –libre de tribalismos y fanatismos– a partir del reconocimiento de nuestro denominador común: ese sentido de pertenencia individual y social a la vez, que ciertamente tenemos y debemos recuperar.