La Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, la URSS, comenzó sus relaciones diplomáticas con nuestro país en febrero de 1945 a escasos dos meses de que el Ejército Rojo tomara Berlín y Adolf Hitler recostara una Walther PPK sobre su sien en el bunker de la cancillería. El presidente Isaías Medina Angarita, como muchos otros presidentes del hemisferio, no sólo se había visto presionado a declararle la guerra al Eje, sino que la apertura hispanoamericana hacia las relaciones con los soviéticos había sido alentada por los aliados que resultaron vencedores en la contienda. Pronto, las conferencias de Yalta y de Potsdam mostrarían la verdadera terrofagia del camarada Stalin, “un Genghis Khan con un teléfono” como lo llamó Churchill, cuando declaró abiertamente que la influencia de su país se extendería hasta donde llegaran sus tanques. El georgiano no bromeaba, siempre se tomó las cosas muy en serio salvo cuando estuvo en el seminario de Tiblisi para ser Pope de la Iglesia Ortodoxa y del que fue expulsado. Allí compartió las aulas con el místico y ocultista George Gurdjieff. Pronto la relación entre Venezuela y la URSS se resquebrajó al punto de que en 1952, los bolcheviques desistieron y se fueron del país por la inexistencia de condiciones favorables para esa representación según arguyeron antes de empacar. Quizá, la indeseada visita se largó molesta y no volvió sino hasta 1970 cuando el presidente Caldera reincidió en esas amistades desechando la Doctrina Betancourt en materia de relaciones internacionales. Si algo tuvieron en común Betancourt y Pérez Jiménez era su poca simpatía por los bolcheviques. En el caso del presidente Betancourt su temprana intuición e identificación del fiasco que representaba Fidel Castro, supo preservar y defender la soberanía nacional ante las arremetidas de esa marioneta de los rusos. Porque no se vaya a pensar que los cubanos tenían alguna autonomía en los tiempos de la Guerra Fría cuando no pasaron de ser los recaderos de Moscú. La guerrilla filo comunista que se juró acabar con el sistema democrático en Venezuela recibió la asistencia de la isla, que no era otra que la del Kremlin. Gracias a ministros de Relaciones Interiores como Carlos Andrés Pérez, esto nunca se concretó. Pero, dicho sea de paso, los barbudos nuestros, más allá del profundo equívoco del que partieron (el socialismo, siempre hay que explicarlo, es una perversión y un asesinato de la libertad) nunca estuvieron dispuestos a obedecer a La Habana y por ello, no les podemos endilgar el oprobioso vendepatria que con tanta desvergüenza exhiben otros.
Los camaradas se marcharon, pero a los pocos años tenían montada de nuevo en Caracas la Casa de la Amistad Venezolana-Soviética. Esa casa quedaba por los lados de Santa Mónica y por la que yo pasaba ocasionalmente de niño cuando iba al Colegio Humboldt. Nosotros vivíamos en San José de los Altos, y mi padre se desviaba para recoger a un contable de su empresa de construcción cuando no tenía automóvil y yo veía aquella casa gigante y misteriosa que exhibía en su cartel la escabrosa hoz y el martillo de su asechanza. Aquello no era simplemente una academia de lenguas. De acuerdo con la escasa información que he podido recabar, porque priva el blindado hermetismo de lo que fue, allí se realizaba un trabajo político combinado con jornadas culturales a las que asistían los comunistas venezolanos. A lo mejor sus píos mirandas cantarían la Internacional con el puño en alto o se arroparían emotivamente con la bandera roja. Quién sabe qué clase de cuartel general se tendría a resguardo del internacionalismo moscovita. Cada vez que atravesábamos su vecindad, mi padre aprovechaba para denostar de los partidos comunistas, de la izquierda, de la guerrilla venezolana. Aquel macartismo suyo me encantaba y pronto lo hice mío para no abandonarlo. Así transcurrían aquellos años de la Guerra Fría, polarizados sí, pero con la certeza de que la salvaguarda de la civilización occidental estaba del lado de las democracias liberales de la Europa libre, los Estados Unidos, de la alianza atlántica y entre esas naciones que reivindicaban la libertad, estaba la nuestra a la cabeza histórica y moral de la América Latina con una democracia vigorosa y alternativa, creadora de bienestar y de inclusión pero que con los años sería destruida por los apologetas del socialismo, no sin que antes el populismo le tendiera la cama.
Vencer al socialismo y al populismo no es fácil. Allí están Colombia y Chile incendiadas por la izquierda dogmática y la que se esconde en los grupos identitarios como los que están corroyendo España también. Chile estaba construyendo una sociedad librada del asistencialismo, en la que el individualismo creador y transformador de una economía de mercado moldeara su evolución y crecimiento. Pero la izquierda sabe esperar para despedazar. Y la prueba es el dominio que tiene sobre las hordas ágrafas que redujeron a cenizas estaciones del metro, y edificios públicos. Otra de las lecciones del triste caso chileno en progreso es que hay que extirpar de nuestros imaginarios esa falsa representación de que los empresarios pueden ser buenos presidentes. Si no basta con el patético ejemplo de Sebastián Piñera, pensemos en Martinelli en Panamá. Zapatero a sus zapatos, reza el dicho. Hay que reivindicar la política y a los políticos, aunque estén haciendo todo lo posible para enlodarse y desacreditar la fe pública que puedan encarnar. ¿Qué decir de Perú? Puesto a escoger entre dos males: el de la ignorancia senderista de Castillo y el autoritarismo secular fujimorista. Allí no hay nada que hacer: los electores se embrutecen cada día más, no por otra cosa sino por el fracaso de la educación que no está creando sino clientelas y nunca personas críticas. La educación manejada por el Estado bajo la determinación del Estado docente no crea sino dependientes de ese mismo Estado.
El problema identitario avanza. Las denominadas minorías que comienzan con su victimización autorreferencial se hermanan en grupos que ya no sólo reclaman reconocimientos, sino que están moldeando una sociedad a la que le exigen privilegios por encima del ciudadano normal. Está no es otra que la izquierda metabolizada, gramscianamente hablando. La que tiene por mira acabar no sólo con el sistema sino con la moral del sistema. En un debate que escuché en estos días en RTVE (Gen Playz) entre anticapitalistas confesos, con presencia de algunos transexuales y racializados (no sé qué significa esa mojiganga) -suelo ver estas cosas para saber que la libertad hay que defenderla a diario y para ello debemos saber cómo discurren nuestros oponentes- una de las participantes le recriminaba a otro su lenguaje academicista y racional porque la razón era un producto del siglo XIX (sic). Esto es la imposición de una irracionalidad demoledora y un orden de cosas que dinamita la inteligencia y privilegia las emociones. En este sentido, el escritor español Javier Cercas escribió en su columna de El País el pasado domingo que “la sentimentalización de la política constituye el rasgo quizá más notorio del nacionalpopulismo, y también, tal vez, el más tóxico”. Esa sentimentalización ha radicalizado inclusive a algunos partidos socialdemócratas en el mundo. Basta atestiguar a un cínico llamado Pedro Sánchez erosionando la institucionalidad democrática de su país. O las juventudes del SPD alemán que, como escribí hace un tiempo, piden la vuelta a las nacionalizaciones.
Le tenía algún afecto a la Guerra Fría porque había mayores certezas del papel que cada cual jugaba en el mundo. Todos sabíamos que el orbe que se escondía detrás del Checkpoint Charlie era gris, idéntico y falsamente igualitario donde el individuo era triturado irremediablemente por el Estado. Hoy el mundo libre se sigue enfrentando al peligro de la izquierda totalitaria, a la implosión del sistema por los grupos identitarios, y a la ética delincuencial que llega de Rusia con todos sus hampones ciberespaciales. Hace poco un prolijo reportaje en The New Yorker hablaba del síndrome acústico de La Habana que había causado conmoción cerebral entre los funcionarios diplomáticos estadounidenses y que se ha repetido entre otros funcionarios en diferentes latitudes. Y cuando no son los rusos, son los chinos que promueven el esclavismo bajo la fachada de una supuesta libertad económica. Las relaciones entre los Estados Unidos y Rusia pasan por un delicadísimo momento, en que ambas potencias podrían hacer algo más que expulsar diplomáticos. De hecho, no hay embajadores acreditados mutuamente cosa que no ocurrió ni en el peor momento de la Guerra Fría como fue la crisis de los misiles, como sabiamente apuntaba esta semana el Washington Post. De hecho, la solución diplomática privó en aquel conflicto. Hay que dejar de creer que la velocidad de las comunicaciones y las redes sociales mejoran las relaciones entre los países. La diplomacia también urge, y si no pregúntenlo a Henry Kissinger. La único recomendable, lo único seguro sigue siendo el liberalismo con una progresión en las garantías individuales y su correlato en la economía de mercado.Anuncios
No tengo más que una imagen inamistosa de aquella dacha soviética enseñoreada sobre una colina. Nunca se me ocurrió entrar ni en los años posteriores. Me disuadía pensar que invocaría un aire mortuorio y sellado, una inhóspita Siberia de bosques y de víctimas.