Valga el lugar común para hilvanar lo que sigue: la memoria es frágil, muy frágil. Especialmente si consideramos que en ella confluyen elementos emocionales que logran diluir, borrar, incluso embellecer los malos recuerdos. No en balde los grandes traumas individuales o colectivos se traducen a menudo en desmemoria, enterrados y a expensas de las tramoyas de la evitación. Al respecto, reflexiona el psicólogo español y catedrático José María Ruiz-Vargas, quien afirmaba que “cuanto más se narra un recuerdo, más se deforma (…) los recuerdos no son puros, sino que están llenos de partes añadidas”. El ser humano, único animal con memoria autobiográfica o autoconsciencia, no sufre menos por culpa de esos trastornos que lo hacen vulnerable a la hora de reconstruir sus recuerdos, desde las engañosas evocaciones a los famosos déjà vu. Ese truco de la evolución que, según el profesor Elvin Tulving, nos permite comprimir la experiencia, no está menos exento, pues, de nuestros infatigables sesgos.
Esta premisa es válida en momentos en que cabe hacer contrastes entre lo que tenemos y lo que antes tuvimos, a fin de extraer algunos aprendizajes más o menos limpios de una subjetividad que nos marca de modo tan definitivo. Para eso, resulta útil entender que memoria e historia funcionan “en dos registros radicalmente diferentes, aun cuando es evidente que ambas tienen relaciones estrechas y que la historia se apoya, nace, de la memoria”, como plantea el director en Historia, Letras y Filosofía, Pierre Nora (Entre Memoria e Historia: La problemática de los lugares/ 1984).
Por su naturaleza, nos dice Nora, la memoria “es afectiva, emotiva, abierta a todas las transformaciones, inconsciente de sus sucesivas transformaciones, vulnerable a toda manipulación, susceptible de permanecer latente durante largos períodos y de bruscos despertares”. Un fenómeno que depende en gran parte de lo mágico, que sólo acepta las informaciones que le convienen; siempre colectivo, aunque psicológicamente se viva como experiencia individual. La historia, por el contrario, “es una construcción siempre problemática e incompleta de aquello que ha dejado de existir”, pero que dejó rastros verificables. A partir de ellos, controlando, entrecruzando, comparándolos, el historiador intenta reorganizar o reconstruir lo que pudo pasar, integrando los hechos “en un conjunto explicativo”.
Al revés de la memoria, sigue Nora, la historia es una operación puramente intelectual, que exige un análisis y un discurso críticos, formadores a su vez de la consciencia nacional. La historia permanece; la memoria va demasiado rápido. La historia reúne; la memoria divide. “Memoria, historia: lejos de ser sinónimos, tomamos consciencia de que todo las opone”. Una observación que también remite a la antinomia entre ambas nociones que, desde una concepción positivista, anunciaba Maurice Halbwachs: la memoria es dominio de lo fluctuante, «lo vivido, lo sagrado, la imagen, el afecto, lo mágico». Es un absoluto, mientras que la historia sólo conoce lo relativo. En tanto espacio que exige la mirada desapasionada de un sujeto historiador, forzado a transcripción objetiva de lo que realmente aconteció– se define «por su carácter exclusivamente crítico, conceptual, problemático y laico».
Incluso asumida como imaginario de reemplazo, el valor de la memoria es innegable: en tanto constructora de identidad nacional, de la percepción que las sociedades tienen de sí mismas, de legitimación del pasado remoto y reciente. Sin ese aporte de humanidad a la crónica de acontecimientos significativos, la sola historia perdería texturas, sudores, profundidades, pliegues, ese dolor cuya transformación también anticipa el aprendizaje. Sin esos lugares de memoria que nacen y viven del sentimiento, de la sutura íntima y distinta, de la celebración “donde todavía palpita algo de una vida simbólica”, nuestra autopercepción quedaría incompleta.
Lo vivido tras el 28J deja a los venezolanos en medio de la obligación con ambas nociones, historia y memoria. Una verdad, por un lado, que “se apoya toda en lo más preciso de la huella, lo más material del vestigio, lo más concreto de la grabación, lo más visible de la imagen… la conservación integral de todo lo presente y la preservación integral de todo lo pasado”. Y está esa otra “verdad”, en tanto creencia cultivada, en tanto “fe” en los procedimientos (Sartori), que asimismo nos sume en los referentes de una nostalgia compartida: la democracia que urge recuperar; la costumbre, el ethos, un modo de ser y relacionarnos que marcó nuestro carácter como sociedad. Esa tradición, la re-apropiación vehemente de valores que resistieron a la caducidad, al despojo simbólico, al accidente político, y que se archivan como legado intangible de identidad para las nuevas generaciones.
De allí la re-significación de relatos y experiencias que, desde la ventana individual e inscritos en un marco más anchuroso, se amplifican, se reconstruyen y validan como práctica social; que redefinen la práctica política y contribuyen al discernimiento. “El deber de la memoria hace de cada uno el historiador de sí mismo”, afirma Pierre Nora; la consciencia del individuo debe hacerse cargo de la tarea para entender cabalmente de dónde viene y a qué pertenece. Aunque no lo parezca, los tiempos podrían resultar proclives a esta búsqueda, imbuidos como estamos en el incesante intercambio de experiencias personalísimas en tiempo real. Plataformas de interconexión hechas para producir, sustituir compulsivamente y olvidar; pero que, paradójicamente, a su vez logran registrar de forma imperecedera el dato que en otras circunstancias pudo haber pasado desapercibido (“soy chavista, no tramposa”, declaraba una testigo electoral del PSUV, cuyo dramático testimonio para “La vida de nos” copó la atención en redes sociales). Esas existencias furtivas ya no lo serían tanto, entonces, porque pasan a convertirse en espejos que la coyuntura vuelve especialmente relevantes. Recordar, aunque perturbe, se vuelve así una obligación. En esos templos de la memoria, escudos privados contra el miedo, la negación y el fingimiento, la mentira organizada no puede penetrar tan fácilmente.
Memoria-archivo, memoria-deber: parafraseando a Pierre Nora, digamos que una voz interior también nos habla y nos marca: “debes ser venezolano… ¡es necesario ser venezolano!” Atentos a la fuerza de tal asignación, a esa noción de la responsabilidad en tiempos de vértigo, conviene no sólo poner el foco en la descripción legal, impersonal y disciplinadora de los hechos, sino en la perspectiva sensible, humanizadora de los mismos. Esa diferenciación que “constituye la levadura y el más vital alimento para la convivencia» según Sartori; esa experiencia íntima, disruptiva y múltiple como las propias personas que las refieren, quizás lleve a preservar esta suerte de red de consciencias, tan vital para combatir el vacío, la sinrazón que avanza.
@Mibelis
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