Es absurdo negar que las redes sociales ayudan, pero también que entorpecen, cuando cuesta asumirlo coherente.
Este pareciera ser el enredo que ha afectado históricamente a América Latina, una especie de trampolín que baja y sube, dejando a sus países como “viudas de maridos buenos”, costándole entender su desgracia. Mucho menos que el viudo, quien suele atenuar su crisis engarzando a una compañera.
La viuda, como es sabido, es la persona del fallecido cónyuge, sin haberse vuelto a casar. La palabra expresa incertidumbre en el presente y se extiende hacia el futuro, induciendo en muchos casos a un reemplazo no acertado. El DRAE, donde impera “la lingüística”, quizás haya querido deflacionar la crisis de la soledad humana, agregando un sinónimo “la viudedad”, todavía no del uso corriente del castellano.
En el contexto no es descartado que el arrinconamiento de Venezuela induzca a preguntarse si su esposo ha muerto, pues da pasos sin rumbo, como ave herida. Es para indagar si es “viuda”, pues “il popolo”, su marido, víctima de una gran congoja se pregunta: ¿Quién comprende a quién, si ella a nosotros o nosotros a ella? Pero, adicionalmente, no entiendo si es república, nación, patria, país o simplemente un pueblo. Ante la viudedad, recemos para que Caracas reaccione frente a la melancolía de que por haber enterrado al marido no hay lugar para más amor.
El análisis es prolijo, incluso, si nos limitáramos a los capítulos más recientes en el país petrolero.
Empecemos con el segundo gobierno electo democráticamente, presidido por Carlos Andrés Pérez, en lo cual incidió sin lugar a dudas las ejecutorias de su primer quinquenio, calificado como el de “La Gran Venezuela”. CAP, “ese hombre sí camina”, había aprendido de la política de ductores de una nación democrática que encuentra el rumbo para convertirse en tal en l958. Allí demostró ser república, nación, patria y país”. Comprendió a sus ciudadanos y estos a ella.
Un gabinete, en su segundo quinquenio, que miraba a Chile como referencia, por el éxito macroeconómico al que el generalato de Augusto Pinochet insufló estabilidad agregando bienestar, proceso el cual prosiguió durante los gobiernos de la concertación, con números, inclusive, más favorables. Un enorme contraste con la política del galeno Salvador Allende, acusado de “alter ego” del comunismo soviético. El mérito del país sureño consistió en proseguir con lo bueno, el adecuado manejo económico, saliendo de lo detestable, “la dictadura pinochetista”. Pero, lo más significativo mediante el voto popular. El Chile de entonces reafirmó ser república, nación, país y patria. Y un marido, el pueblo, corazón de cada una de las tipologías. Venezuela, como suele decir Miguel Rodríguez, el líder de la planificación económica en el segundo quinquenio de Pérez, que “notables y secuaces impidieron que no se convirtiera en “la Suiza de América Latina”.
El país caribeño, sorprendentemente, experimentó todo lo contrario. Por supuesto, para su actual desgracia. Pinochet entiende que Chile en las vertientes de una presuntamente mal entendida izquierda, encontraría apoyo en el descontento con la sustitución de Allende. Pero, también, en profesionales con idoneidad para gobernar, lo hace refugiándose en una senaduría vitalicia, la cual el pueblo en ejercicio de la soberanía posteriormente suprime. En Caracas, Hugo Chávez fracasa en un criminal golpe de Estado, dirigido, incluso, a asesinar a Carlos Andrés Pérez, fiel creyente de la democracia, cuyas armas utiliza para superar la hecatombe, lo cual logra, pero solo transitoriamente, pues el pueblo no se portó como en Chile. Por el contrario se dejó guiar por las ansias de poder de media docena de intelectualoides, pero que se creían que había que ser superiores, falsa presunción, para gobernar y no dejarse en manos de aquellos a quienes consideraban mediocres, que habían hecho carrera en los partidos políticos, igualmente, despreciables por los presuntuosos propietarios de la sapiencia. Asumieron ellos mismos bajo la presunción de sus ancestros en “la nobleza”, el estatus de “notables”, terminando, incluso, siendo despreciados por el dictador Chávez en “la antinomia”, como “insignificantes, mediocres y hasta vulgares”.
La democracia en Venezuela, desde aquel zarpazo, daba pasos de ancianos, costándole remontar la cuesta. Estaba “estropeada” consecuencia de partidos políticos que habían perdido la admiración popular, sus cuadros dirigentes anquilosados volteando la cara ante quienes deseaban incorporarse. Líneas personales trazadas y no transables. El “yoismo” abrazando a los dueños del centro del universo presumidos de que vuestros pareceres constituyen la última palabra.
Hoy la situación es más preocupante, pues la heterogeneidad de “eminentes” alarma, consiguiéndosele en cualquier esquina y los no “egregios”, también, mucho más numerosos. La política minada de ambos, la pretensión “gobernar” ¿En beneficio de quién? Una incógnita.
En las recientes elecciones el entusiasmo lógico por sufragar se comercializó como ilógico, resultado de la dispersión política y de la participación en ella de “una plétora”.
Nuestro amigo Moisés Naím escribe que “quienes no gozan de legitimidad real tienen que contentarse con la artificial y espuria legitimidad que les dan las elecciones amañadas. Olvida que la votación masiva es el arma ante la viciada. En los países con democracias precarias pareciera más aconsejable concebir al voto como derecho y obligación ciudadana, pues esta última induce al sufragante compelido por la ley a expresar su voluntad, vía mucho más idónea para que su voto sea pensado, sancionándose así mismo si no voto adecuadamente. El voto discrecional luce más apropiado en los sistemas políticos consolidados. Creemos que el constitucionalista chileno Pablo Marshall Barberán en El derecho y la obligación de votar, concuerde con este parecer.
No deja de ser hiriente la combinación entre ironía y resignación para pensar que los venezolanos, brasileños, colombianos, argentinos, bolivianos, nicaragüenses y salvadoreños nos miremos expresándonos “entre elecciones nos vimos”. Dios quiera que cuando vuelva a sucedernos “votemos y mejor”.
Desde la parte más alta del Ávila se mira a Caracas, “su sultana” y con cara de tristeza un caminante se lamenta afirmando “Venezuela ¿la incomprensible o incomprendida?”. Sus esfuerzos por no llorar, ¡inútiles!
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EC@LuisBGuerra