Ricardo Gil Otaiza: Los ojos que la miran

1. Echo de menos a los verdaderos libreros: aquellos que sabían de literatura, que conocían de autores y podían orientarnos con certeza en nuestras compras. Pululan en las librerías de España vendedores de libros, que a lo sumo les suenan los nombres de los clásicos, pero no los conocen; son los mismos a los cuales tienes que deletrearles con paciencia el nombre de Jorge Luis Borges, o de James Joyce, o de Thomas Mann, o de Julio Cortázar, porque cuando los escriben en la pantalla se equivocan y el sistema muestra “error”: son los mismos que no te miran a la cara porque eres apenas un eslabón más en la larga cadena de comercialización de los libros, que dicho sea de paso es rica y poderosa, pero se sostiene con los best sellers; y “lo demás es silencio”, como la única novela de Monterroso, que tampoco es novela ni ensayo ni poesía, pero es todo eso y mucho más.

2. Y ganó el Nobel de Literatura la autora Han Kang, surcoreana y desconocida para muchos, y joven (por suerte), ya que casi siempre se lo otorgan a escritores muy ancianos, a los que no les queda mucha vida para disfrutar de la abrupta fama y de la fortuna que reciben, que suele quedársela en buena medida los Estados con sus altos impuestos y las agencias que los representan, cuyas negociaciones, por cierto, bien lo justifican, porque a esas alturas la cuestión no es muy sencilla como solemos creer, ya que se dirimen múltiples variables entre las cuales observamos el género, las ideas y posturas ideológicas de los nominados, los continentes y países de origen, y toda una caterva de elementos que escapan a nuestro entendimiento y comprensión; como incomprensible fue que no lo ganaran luminarias como Tolstói, Dostoyevski, Zola, Joyce, Kafka, Borges, Reyes, Woolf, Fuentes, Marías y Auster, entre muchos otros, y que mantengan en vilo a enormes escritores como Murakami y Houellebecq, y así a un largo etcétera.

3. “Comprendo muy bien el placer de la lectura, pero todavía no alcanzo a ver claro el que pueda decirse de escribir”, lo expresa Monterroso en La letra e, y a propósito he leído en las últimas semanas declaraciones de autores prestigiosos y exitosos, que venden sus libros como pan caliente y terminan afirmando cuestiones como “me cuesta escribir”, “no disfruto de la tarea de escribir”, “me parece pesado escribir”, y otras cosas por el estilo. Por supuesto, no es lo mismo leer que escribir: en el primer “oficio” estamos distendidos, a la libre, internos en unas páginas que nos entregan disfrute (aunque a veces nos topemos con auténticos ladrillos que abandonamos a las primeras de cambio), pero escribir es un “algo” que exige mucho de nosotros, que nos lleva por derroteros insospechados y todo esto genera ansiedad y estrés. En lo personal puedo afirmar que disfruto de la escritura, así como de la fase de corrección de mis textos (reescritura), y me parece un auténtico milagro ver el texto definitivo ante mí: iluminado en la pantalla, articulando ideas y comunicando mi sentir, y el mayor gozo es cuando el texto (o libro) sale publicado, porque hay la expectativa de lo que expresarán los lectores y se instala entonces una suerte de cosquilla en el estómago, que me dice que valió la pena el esfuerzo y el tiempo invertidos, porque guste o no lo escrito: allí queda como una huella, como signo de vida, como un ave ligera y fugaz que revolotea por el cielo sin importarle los ojos que la miran.

4. Hay autores que me caen bien y otros no tanto, y en esta percepción no importa si está vivo o se marchó al otro mundo, y lo simpático de todo esto es que, a pesar de caerme mal algunos, no dejo de leer sus obras y de disfrutar de ellas, porque al fin y al cabo suelo separar ambas nociones y me interno en sus páginas sin importarme el que sus personalidades y opiniones choquen con las mías. Leo con enorme placer la obra de José Saramago, y considero algunos de sus libros como obras maestras, pero él me caía mal como persona: su arrogancia era sencillamente intragable y ni decir su aquiescencia frente a regímenes oprobiosos y nefastos. Me fascinan Monterroso y Borges, porque a pesar de ser ideológicamente opuestos asumían la vida y sus circunstancias con enorme ironía y sentido del humor, y sus obras se debaten entre la perfección estilística y la hondura metafísica, que son, a mi entender, dos filones impagables en la literatura.

5. “Pero ¿no es la incredulidad una forma maravillosa de libertad?”, se pregunta Manuel Vilas en El mejor libro del mundo, y la interrogante me golpea profundamente, abre en mi cabeza insospechados surcos, me deja temblando en la silla en donde me encuentro degustando también de un café, y caigo en la cuenta de que es cierto: no hay nada mejor que estar libres de equipaje en cuanto a muchas cuestiones, sobre todo en lo religioso y también en lo político, y así recuerdo la sabiduría de mi madre cuando afirmaba sentenciosa que “no hay que creer ni dejar de creer”: y en ese abismo o hiato que se abre entre ambas percepciones (complejas, por demás) se cuece la existencia, y deja en nuestras manos la capacidad de discernir; de tomar el camino que creamos conveniente; de no aferrarnos a lo que coarte en nosotros la luz del entendimiento y la razón; de poder atisbar los peligros que nos asechan y seguir adelante y victoriosos; de sopesar los pros y los contras de cada circunstancia y tomar partido por aquello que no signifique férreas ataduras que nos hagan menos libres. Es decir: un “no creer ni dejar de creer” medido y juzgado en su justa dimensión humana, que no nos cierre la perspectiva de lo insondable, pero que no nos esclavice en aras de “causas” que muchas veces no son diáfanas ni transparentes y nos sometan hasta hacer de nosotros seres alienados, descerebrados, apegados a “la nada”, trasteando aquí y allá en medio de las tinieblas de los tiempos, haciéndoles el juego a insospechados factores de poder que se articulan y organizan movidos por lo crematístico.

rigilo99@gmail.com

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