Rodolfo Izaguirre: Los fogones de mi casa

Rodolfo Izaguirre

¡Se dice que todo se desprende de la infancia! La mía, en aquella Caracas de doscientas mil almas que me vio nacer, transcurrió entre tristes juegos inocentes y fogones. Mis padres me obligaron a aceptar este país cuatro años antes de la muerte del general Juan Vicente Gómez, llamado “el Bagre” por los bigotes andinos que mostró desde el momento en que sintió agitarse dentro de sí la astucia perversa y la lentitud de su legendaria maldad. Hubo humo de odio a la tiranía y mucho malestar a lo largo y ancho de aquel primitivo país gomecista sin carreteras ni conciencia civil y lo hubo también a lo largo de mi triste infancia. Era el humo que esparcía la leña en llamas y años más tarde el carbón en los fogones de la cocina; demasiadas mujeres atareadas entre ollas y sartenes y al rescoldo de uno de los fogones la torta redonda o el ponqué rectangular con carbones encendidos sobre la tapa del molde para repartir adecuadamente el calor del improvisado horno.

A medida que avanzaba mi vida, llegué a conocer los pasos sucesivos de la leña, el carbón, el gas, la electricidad y la transformación de los espacios de la propia cocina y con ellos aparecían también los nombres de los políticos más encumbrados. El de López Contreras, por ejemplo, fue el primero; y con él, un ligero deslizamiento de los fogones políticos de todo el país hacia algo desconocido llamado democracia. Pero resultó ser un fogón cuyos carbones iban a apagarse pocos años más tarde cuando la socialdemocracia se alió con la artera y despiadada hipocresía militar en una malhadada Unión Cívico Militar que provocó la renuncia de un buen chef llamado Isaías Medina, no obstante ser andino y militar. Y yo tenía que aprender a punta de palmetazos en la mano la tabla pitagórica e inútilmente ¡y de memoria! las fechas de fundación de las ciudades venezolanas, los nombres de los afluentes del Orinoco por su margen derecha y la tonta y anecdótica Historia de Venezuela del Hermano Nectario María.

Por la calle, entre las esquinas de Pescador y Cochera, pregonando sus mercancías pasaban los vendedores de ¡tierra para matas, hielo, pescado, verduras! y un muchacho muy moreno ofrecía carbón. Mi mamá nos advertía: «No le compren a ese porque es hermano de ustedes». ¡La paternidad irresponsable rodeó mi infancia, pero ya era legendaria en toda la parroquia!

Un día apareció en casa un descomunal aparato electrodoméstico llamado Frigidaire que exhalaba aire helado cada vez que abría su puerta, lo que causaba curiosidad entre los vecinos que pedían permiso para entrar en casa y asombrarse mirando aquel aire helado que respiraba el artefacto. La gente se maravillaba viendo un pollo tan duro como las piedras de río, cubos de hielo y alimentos petrificados. (¡Estoy por creer que mi infancia también estuvo congelada allí dentro!). Al parecer, fue la primera Frigidaire o nevera que se conoció en la parroquia de San Juan.

Yo no había nacido, pero Rodolfo Gerbes, el ingeniero alemán que se había casado con mi hermana Liliam, se presentó una tarde con un pino gigantesco que se trajo de algún lugar y lo instaló en el patio de «adentro», el patio con enredadera de Zarcillos de la Reina que disfrutaban las visitas; el de «afuera» era el patio vecino a la cocina y se abría hacia el largo corral de gallinero con un tiránico gallo llamado Haroldo, guanábanos, mangos, guayabos y la quebrada de Caroata al final.

Traídos de Alemania, Gerbes ocultaba adornos y luces nunca vistos y con ellos engalanó el primer Árbol de Navidad que se asombró a sí mismo y deleitó a todos los vecinos. La tristeza, al parecer, solo me pertenecía a mí porque mis hermanos decían que mientras estuvo en el patio el pino alemán, la casa se estremecía de suave alegría.

Pasaron largos y desventurados años y descubrí que, entre muchos otros desatinos políticos, al no ser enterrado Gómez con suficiente tierra encima ha permanecido intacta la ferocidad militar y, de la misma manera como se sucedían los fogones y los utensilios en la cocina de mi casa, el tirano andino también fue cambiando de nombre para llamarse sucesivamente Marcos Evangelista, Hugo Rafael, Nicolás o manteniendo dentro de los cuarteles el nombre del padrino de la última promoción militar, pero afilando y enrojeciendo su crueldad y obligándonos a perder cada vez más el adobo de nuestra ya precaria civilidad.

El humo de los cuatro fogones de mi casa y la casa misma se desvanecieron con el tiempo, pero también comenzó a desaparecer la Venezuela que me vio nacer. Hoy, el lugar donde estuvo mi casa (una nostálgica manera de nombrar al país) ¡es un rojo y desolado paisaje de escombros!

El Nacional

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