El primer artículo que publiqué en este diario, al menos como columnista, fue un análisis acerca de la vigencia de Aprender a Ser, un informe que recopilaba datos relativos a la enseñanza a nivel mundial, y que fue publicado en 1972 bajo la tutela de Edgar Faure. Allí se trazaban las directrices que debían regir la práctica educativa en lo sucesivo, en beneficio tanto de lo económico y social, como del crecimiento personal del individuo.
Surgió así el paradigma emergente, un modelo alternativo a la educación tradicional, cuyo énfasis recaía en el desarrollo de capacidades que permitieran a la persona seguir formándose a lo largo de toda su vida. En este sentido, el Informe Delors (La educación encierra un tesoro), que sucedería en 1989 al reporte de Faure, invitaba a asimilar la noción de sociedad educativa, en la que todo podía ser ocasión para aprender y desarrollar dichas capacidades. Vale la pena traer a colación una frase de Eric Hoffer que me impactó: “En tiempos de cambio, los aprendices heredarán la tierra, mientras, los sabelotodo estarán perfectamente equipados para sobrevivir en un mundo que dejó de existir”.
Hoy vuelvo los ojos a la realidad de tantos venezolanos dispersos por el mundo y comprendo hasta qué punto lo importante no es poseer cosas o manejar datos, sino tener las herramientas necesarias para adaptarse, aprender y generar el diario sustento.
Mis hijos son personas peculiares, fruto de ese exilio que, para mí, comenzó hace ya casi dos décadas. La mayor de ellos vive en China. Estudió intensamente toda su adolescencia. Se graduó, se especializó, publicó hasta en revistas académicas y luego se dedicó a tener experiencias enriquecedoras. Se dedica a viajar. En los dos últimos años debe de haber recorrido una treintena de países, visitando espacios tan disímiles como el desierto de Gobi o la ciudad de Harbin, que tiene una temperatura media de 35 grados bajo cero todo el año. Para ello, trabaja arduamente el tiempo que no está viajando. Todo comenzó en Vietnam, a donde llegó a trabajar como voluntaria en una escuela rural, compartiendo habitación con cuatro personas más, que, como ella, dormían en un catre. A sol de hoy habla cinco idiomas y creo que este continuo recorrer el mundo la ha entrenado para sobrevivir y adaptarse a casi cualquier ambiente.
Hace poco, estuvo de visita en casa. Ambas reflexionábamos acerca del futuro. Se planteaba si, en lugar de mantener esta forma de vida, debía estabilizarse en un solo punto y emprender una rutina “normal”. La conclusión fue la siguiente: ¿Qué queda de todo lo que poseíamos, de todo lo que hacíamos, en otra era, en un lugar que parece haber desaparecido por ahora? Evoco a mi madre, que a menudo citaba a algún pensador que mi ignorancia me impide identificar, diciendo: “Tome lo que tiene en el bolsillo, póngaselo en la cabeza, y nadie se lo podrá quitar”. Se refería así a la permanencia y utilidad de los conocimientos adquiridos, y a la magnífica inversión que supone formarse, sobre todo cuando lo hacemos en sentido holístico, y cuando desarrollamos capacidades, sin limitarnos a unos datos condenados a “obsolescer” (verbo que no existe). Todo lo demás puede perderse, como podrán confirmar los judíos perseguido por el Tercer Reich, los cubanos o los venezolanos…
La capacidad de aprender es ilimitada, y mientras más competencias poseamos en este sentido, mejor armados estaremos para la vida. Cierro con otra frase de esas que andan rodando por las redes: “un pájaro posado en un árbol nunca tiene miedo de que la rama se rompa, porque la confianza no está en el árbol, sino en sus propias alas”.
linda.dambrosiom@gmail.com
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