Solemos pensar y creer que somos objetivos a la hora de contar un suceso, una historia, una anécdota y nuestra propia vida, pero resulta que no es así: desde la memoria contamos, no nuestra historia ni la de los otros, sino como la recordamos. Es decir: siempre habrá en nuestra manera de contar historias el fantasma de la fábula y eso es sencillamente maravilloso, porque en cada ser hay esa potencialidad de agregar elementos a lo vivido y enriquecerlo y darle sazón, ponerle como decimos acá, picante y sabor, y es así como de cada historia nuestra habrá siempre muchas versiones, una más cercana o no a la realidad, pero jamás será la realidad en el sentido lato del vocablo, y es precisamente esta noción la que posibilita ese género extraordinario como lo es la crónica: verdad y fantasía, fechas históricas, pero contextos, anécdotas y personajes desde la voz de quien narra, que pone toda su artillería para acercarla a los lectores, para que ellos vivan con nitidez lo contado y en su imaginación se recree y pase a formar parte del propio anecdotario e historia de vida.
La crónica cuenta una verdad histórica, pero a su manera, de allí que desde lo académico no se le conceda el peso de lo que es la historiografía: que se ciñe (o debería) a lo acaecido: se basa en fuentes documentales, indaga aquí y allá y hace de todo aquello un magma creíble, reconocible y “contrastable” desde lo científico, pero la crónica se va por la tangente, es escurridiza y flexible; es una suerte de mestizaje en el que entran las fuentes (transijo, pero generalmente orales o plasmadas en la página desde la oralidad), la versatilidad de quien la cuenta y en ésta hay elementos propios de la literatura: ironía, metáfora, sarcasmo, hipérbole, símil, sinécdoque, hipérbaton, parábola, alegoría, y paremos de contar, que hacen de esa “historia” algo más cercano al arte que a la historia como tal, de allí su descrédito a la hora de tomarse como verdad irrefutable, porque sus linderos son un tanto difusos e indecisos: se mueven a conveniencia de quien relata para causar un mayor impacto en quienes la reciben.
Pero, déjenme decirles que hay textos supuestamente historiográficos (basados en el “método científico”), que echan mano de elementos propios de la crónica y la literatura, ¿qué cómo lo sabemos?, pues porque relatan cuestiones imposibles de certificar y que permiten articular lo contado, darle “verosimilitud”, llenar lo hiatos propios de las fuentes, plasmando en las páginas supuestos y conjeturas del autor, aproximaciones traídas de los cabellos, sutiles artificios que buscan redondear lo contado y que le den soporte, y para ello se echa mano de las contextualizaciones (en las que entran muchas veces lo poético), de la idiosincrasia epocal (que son casi episodios novelescos), descripción de los personajes y sus maneras de vestir y de relacionarse (cultura), que los emparenta con la ficción.
El género biográfico nace precisamente de allí, ya que se mece entre la realidad y la ficción, y es desarrollado desde el método historiográfico, pero todos sabemos que hay en ello mucho de fantasía, poética y narrativa, fábula y maravilla, y desde lo literario es considerado uno de los suyos, aunque lo escriban historiadores y se regodeen en su escrupulosidad y rigurosidad de su trabajo, y nadie las pone en duda, pero es que hasta en las mismas fuentes históricas hay elementos literarios, y ello pasa de mano en mano y creemos a pie juntillas lo que se nos cuenta, pero es que esas fuentes fueron contadas desde lo vivido, pero también desde lo recordado, y hay allí un escollo insalvable e imposible de sortear, y es lo que le da al género la tesitura de obra de arte, porque no es solo investigación lo allí plasmado, sino también recreación.
Muchos historiadores toman para sus estudios fuentes basadas en crónicas, y como muestra de ello podría citar las crónicas de los viajeros de Indias, que son una delicia por lo real maravilloso que hay en ellas, por esas extravagancias recreadas por cabezas febriles que fabulaban al considerar todo aquello como portento en cada detalle de lo hallado, y que sus mentes no podían procesar porque escapaban de sus medianías, referentes y cultura, y era tan solo una nueva realidad inédita para el mundo de entonces: que se abría en todos los órdenes del existir (personas, paisajes, flora, fauna, ríos como mares, tradiciones escatológicas, ceremonias, rituales, alimentos), y tras lo cual se esconden realidades y hechos que marcaron el devenir de este lado del mundo, no sin asombro ni horror.
Narrar las historias, no como fueron, sino como las recordamos, le confiere al texto una magnitud tal, que lo transforma en un amplio espectro de posibilidades estéticas, que nos acercan a lo vivido en el pasado, pero también a lo que creemos que hemos vivido por esas jugarretas que suele hacernos la memoria, siempre febril y lábil, o por acción deliberada: ergo, literatura. Cuando leemos hechos históricos narrados por sus protagonistas, hay en cada oportunidad nuevos matices y elementos: versiones que se funden luego en el mito que se crea en torno de ellos o de una circunstancia, de allí que los cronistas y los biógrafos (y a veces los historiadores) de un personaje o de un hecho, presenten “realidades” disímiles, incontrastables e imponderables, siempre con la sana excusa de los hallazgos.
rigilo99@gmail.com
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