Terminé de leer El mejor libro del mundo del español Manuel Vilas (Destino, 2024), y debo confesar que me gustó; es más: superó mis expectativas lectoras, ya que venía de haber disfrutado de su Ordesa, que leí con arrobo poco antes de iniciarse la pandemia (finales de 2019) y que me enviara desde Galicia una prima hermana de mi esposa quien, sabiendo de las dificultades en Venezuela para adquirir novedades editoriales, se apiadó de mí y me hizo llegar un grueso paquete de libros que salvaron mis ansias literarias durante varios meses. Poco después salió al mercado Alegría, Finalista del Premio Planeta 2019, al que no pude acceder en físico e intenté seguir en digital, pero mis amigos saben que no puedo leer en pantalla largos textos y opté por abandonar la tarea a la espera de tiempos propicios. Del autor llegaron dos libros más: Los besos (2021) y Nosotros, galardonado con el Premio Nadal de Novela en el 2023, que quizá lea en papel en las próximas semanas.
El mejor libro del mundo (título sugerente, aunque peligroso) me atrapó de entrada: me gusta la prosa vilasiana que busca romper (y lo alcanza) lo prefigurativo en lo novelesco, y se adentra en los densos territorios del Ser para tocar fibras muy íntimas en el lector y ganárselo de manera incondicional. El autor hace de nosotros cómplices en su aventura de vida, y esta “argucia” (que no muchos consiguen) es clave a la hora de sopesar en su justa dimensión, el impacto que sus páginas producen en quienes nos acercamos a ellas.
Vilas cuenta episodios de su existencia, pero a diferencia de Ordesa, no hace de tal hecho eje medular de su “trama” (que, dicho sea, es inexistente). Hay, eso sí, un inusitado espacio de circunstancias del pasado y del presente, que nos mantienen atentos por su doble carácter impredecible y puntual. El libro abre con “Una pequeña explicación”, que a modo introductorio busca conferirle a lo narrado la tesitura de “novela”, y hacernos creer que las páginas siguientes se mecen en la ficción. Empero, cuando releemos atentos su “nota explicativa”, terminamos convencidos de que se trata de una suerte de digresión: mecanismo o artificio narrativo que termina siendo un guiño sutil de complicidad con quien lee.
El eje articulador del libro es la edad del autor: quien en el proceso de su escritura alcanza los sesenta años, y por este derrotero se enfilan las diversas temáticas que articulan su discurso narrativo, que, dicho sea de paso, se hace metaliterario y filosófico, y así nos lleva, desde la mirada puesta en su propia escritura (lo que supone: el cómo, el por qué y el para qué), por diversas reflexiones, que no lo atan al presente y le permiten discurrir con soltura en el antes y en el ahora echando mano con enorme acierto de lo ensayístico.
Esta dupla narrativa-ensayística se hace esencial en el libro, y con ella explora nuevos derroteros que lo llevan a internarse en los insospechados territorios de lo ontológico, y así asomarse al vacío existencial sin una red de protección que le asegure la caída; de allí el acierto de su propuesta y la extraña sensación abismal y de vértigo que nos acompaña a lo largo de estas páginas, que no dan cabida a la rutina ni al lugar común: y en esa suerte de exploración contumaz nos empuja a seguir desvelando lo que el libro trae consigo.
Es buena la aproximación que hace Vilas a diversos autores clásicos (Chéjov, Cervantes, Lorca, Borges, San Juan de la Cruz, Kafka, Góngora, Rimbaud, Dante y Tolstói, entre otros), así como a contemporáneos (Alberti, Cela, Delibes, Marías, etc.), lo que le permite sopesar, brevemente, aunque con densidad novelesca y ensayística, la mirada más allá de su propia escritura, y así tomar distancia.
Luce atinado en el autor el poder otear, vislumbrar y descubrir aquello que escapa de su horizonte y que, a manera de complejo mosaico de posibilidades estéticas, le inducen a conjeturar y aplaudir, o a deslindarse de aquello que esté por encima de sus intereses personales y artísticos. Es elegante, también, la manera cómo Vilas se acerca a los otros autores y esto es imponderable a la hora del necesario análisis de la realidad literaria, presente en el contexto de la sombra de un pasado, que se resiste a desdibujarse en el ahora, y que regresa a nosotros erigido en ineludible referente epocal.
El autor echa mano del humor, que impregna casi todas sus páginas, y es un recurso inteligente, medido, profundo y sosegado, que a modo de eje transversal recorre el libro y hace de su lectura un espacio para lo lúdico y el gozo. A diferencia de Ordesa, en la que puede percibirse algo así como el etéreo fantasma de una tristeza, que se hace presente a cada instante y que como sutil presencia recuerda a los espectros de Rulfo: aquí no es posible hallarlo, y aunque la “orfandad” por la ausencia del padre se hace presente como en aquél, aquí el sentimiento ya ha sido drenado y su recuerdo no es dolido sino agradecido, risueño y exultante.
Me gustó el que Vilas se ría de sí mismo, que se desnude en el libro y nos muestre su lado más humano, y se adentre en los distintos territorios de la realidad (de la suya y de la nuestra), así como del ahora, y que no sienta la imperiosa necesidad de ser el héroe de la historia ni de ponerse en un nivel superior. Todo lo contrario: hay aquí el deliberado anhelo de deslastrarse del ego, de dejar a un lado el sentido de vanidad propio de todo autor y eso, aunque parezca intrascendente, lo une más a quien lee, ya que éste siente la tibieza de la cercanía, el afecto que brota de las páginas, y esto es sencillamente impagable.
Celebro este nuevo libro de Manuel Vilas, cuyo osado título busca anclarse en el gusto de los lectores, y no dudo que lo alcanzará: tiene todos los elementos literarios para reeditar el éxito de Ordesa: buen nivel de prosa con capítulos breves, un manejo inteligente de los temas y una diafanidad que busca reinventar lo novelesco desde la libertad creadora que en él ya es tradición.
rigilo99@gmail.com
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