Según el oído en que resuene, la afirmación de que soy tarbesiana revestirá una acepción diferente: es un mérito en lo académico, un status en lo social, un estigma ante la izquierda. Lo cierto es que ello me hermana con sucesivas generaciones de venezolanas que han venido formándose en un mismo espíritu desde que las 18 primeras religiosas de San José de Tarbes arribaran a La Guaira el 13 de junio de 1889.
Encabezadas por la Reverenda Madre Saint Simon, Superiora de la Misión en Venezuela, llegaron contratadas por el Gobierno de Juan Pablo Rojas Paúl con miras a incorporarse a los servicios hospitalarios, Desempeñaron un importante papel en la administración general del Hospital Vargas, así como en la atención directa a los enfermos. Según se hace constar en el nº 24 de la revista Enfermería global (2011), estas religiosas introdujeron importantes modificaciones en la manera de ejercer la profesión “de acuerdo a los avances de la época”.
De las actividades hospitalarias fueron pasando progresivamente a las educativas: el Internado de San José de Tarbes abrió sus puertas el 1 de Marzo de 1891, en una casa contigua a la Iglesia de San Juan, en donde funcionó hasta 1902, cuando se trasladó a su nueva e imponente sede en El Paraíso. Otros centros fueron extendiendo la acción de las Hermanas a todo el país, entre ellos el colegio de La Florida, fundado en 1949, y en el que transcurrieron nada menos que trece años de mi vida, sin duda, determinantes.
De esos años rescato ciertos conocimientos, la huella indeleble de algunos maestros y, sobre todo, la perspectiva del mundo en la que se me educó. Porque, si algo imprimía el colegio en sus alumnas, era la conciencia de la responsabilidad social que teníamos como recipiendarias de una formación privilegiada. En absoluta consonancia con el Evangelio (Lucas 13, 18-21), estábamos llamadas a ser la levadura de la masa, las “infiltradas” que habrían de ocasionar una transformación social, en la que la justicia, la espiritualidad y las oportunidades para el desarrollo personal de cada quien se vieran concretadas.
Ese perfil requería que fuéramos capaces de habérnoslas con cualquier desafío, y que nos desempeñáramos lo mejor que pudiéramos en cada uno de los roles que como mujeres tendríamos que asumir. Y, dentro de ese concepto, recuerdo una figura que creo que representaba una bocanada de aire fresco en el a veces árido currículo: la señora Mattiuzzi.
Impecable en su apariencia, con un refinamiento propio de la aristocracia peruana, Julia Nelly Arce (que era su nombre de soltera) se ocupaba en establecer un puente entre nuestra vida académica y la realidad circundante. Bajo su égida aprendíamos, desde a confeccionar un vestido, hasta a preparar un pie. Se pulían nuestros modales, se alimentaba nuestra cortesía y se refinaba nuestro cuidado personal.
El pasado 18 de octubre partió de este mundo la señora Mattiuzzi, madre de quien, a la postre, resultaría ser una de mis más queridas amigas, Ingrid, una inspiración en materia de solidaridad, buen juicio y compromiso social. Y, como suele pasar, su deceso desencadenó en mí recuerdos y reflexiones.
Qué afortunada fui de pasar por el Colegio. Me costó: entiendo que siempre fui una desadaptada, que leía sobre el sionismo en las clases de química, y todavía me desagrada que me asocien con condiscípulas que, antes de que se inventara la palabra bullying, ya estaban ejerciendo. Pero agradezco el privilegio de haber tenido contacto con auténticas lumbreras, con almas grandes y también, por qué no, con una elegancia como la que encarnaba la inolvidable señora Mattiuzzi.
linda.dambrosiom@gmail.com
Síguenos en Telegram, Instagram y Twitter para recibir en directo todas nuestras actualizaciones.