Al parecer, fueron las expediciones de Alejandro Magno las que introdujeron en Grecia las primeras perlas, así como el vocablo que se utiliza en griego para referirse a ellas, probablemente de origen persa: margaritari.
Colón había bautizado con el nombre de “La Asunción” a la mayor de las tres islas que había descubierto el 15 de agosto de 1498, fecha en que se celebra esa festividad religiosa. La isla, sin embargo, pasaría a denominarse, a partir de 1499, “La Margarita”, debido a la profusión de perlas que caracterizaba a sus mares.
Fue la posibilidad de la explotación perlífera lo que despertó en los primeros conquistadores el interés por nuestro país. En una época en que las ideas mercantilistas propugnaban la acumulación de metales preciosos como base fundamental de la riqueza de una nación, los territorios que con el tiempo habrían de convertirse en Venezuela no parecían ser, a primera vista, tan pródigos en el oro y la plata como resultaron, por ejemplo, Perú, México o la propia Colombia, que era también rica en esmeraldas.
Es así como a partir de 1500 se inician los asentamientos en la isla de Cubagua y como, tras doblegar la resistencia de los nativos, se funda la ciudad de Nueva Cádiz alrededor de 1520. Paulatinamente, se fue consolidando en las islas un sistema de recolección de perlas que involucraría no solo a los indígenas, sino también a numerosos esclavos africanos, que acabarían protagonizando en 1603el llamado “alzamiento de los negros perleros”, cuando, espoleados por las cruentas condiciones de vida en Margarita, consiguen trasladarse al continente con el apoyo de quienes trabajaban en las plantaciones agrícolas de las costas de Cumaná.
Las perlas reportaron cuantiosos ingresos a la Corona. Quienes regentaban esta actividad, conocidos como “señores de canoa” (los esclavos eran llevados en canoas hasta las zonas de pesca) eran poderosos e influyentes. Sin embargo, pronto se dio una sobre-explotación que ocasionó el agotamiento de los lechos perlíferos: ya hacia 1545 quedaban muy pocos habitantes en Cubagua.
Sin embargo, las aguas que rodean las islas de Nueva Esparta siguen albergando numerosas perlas, tan emblemáticas, que se dice que, cuando Jacqueline Kennedy visitó Caracas en diciembre de 1961, el obsequio que recibió de don Rómulo Betancourt, el entonces presidente de la República, y de su esposa, fue un collar de varios hilos de perlas de Cubagua . Según relata Milagros Socorro, a partir del testimonio de la periodista Francia Natera, el collar reposa en el museo Smithsonian, y fue elaborado en Caracas por el joyero Henri Poinçot.
Estas maravillosas esferas, cuyo oriente tornasolado nos deslumbra, son producto, sin embargo, de una contrariedad: la ostra fabrica la perla a partir de un cuerpo extraño que penetra en su interior y que la irrita. Ella lo cubre con sucesivas capas de nácar a fin de protegerse: un episodio a todas luces didáctico, como señalara en días pasados la también periodista y diseñadora Anavel Munceles, acotando cuán ejemplar resulta esta reacción de la ostra, capaz de obtener un objeto precioso a partir de un evento desagradable.
Algo similar plantearía la cantante Fiona Apple en una entrevista concedida en torno a su disco “La máquina extraordinaria”: relataba cómo los rumores aseguraban que sus canciones eran producto de las desavenencias con otras personas. Admitía que era así, que eran las emociones, a veces infaustas, las que la conducían al piano. Pero entonces, con increíble sagacidad, remataba con una idea que nunca debemos perder de vista: somos eso, una máquina extraordinaria, capaz de transformar en cosas maravillosas experiencias que, a veces, no son tan felices.
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