Durante los años 90, llegó a su máximo apogeo la planificación estratégica, popularmente entendida como el proceso de definir el camino que debían recorrer las organizaciones para alcanzar las metas previstas. En términos más técnicos, la planificación estratégica aludía tanto a la formulación y establecimiento de objetivos, como a los planes de acción que conducían a lograrlos.
Uno de las ideas en de las que se ponía el acento era el diseño de cursos de acción alternativos para hacer frente a la aparición de imprevistos: si por alguna razón no se podía implementar el plan A, ya estaban previstas las opciones B, C y D. Era el equivalente a encontrar un atasco en la autopista y tomar otra ruta de acceso despejada que sí nos condujera a nuestro destino.
Esta práctica, sin embargo, no hacía más que emular lo que de manera espontánea se produce en la vida real.
A menudo mis hijos me han acusado de ser pesimista. Cada vez que efectuaban un viaje eran victimas de mis persecuciones, adelantándome a los obstáculos que se pudieran presentar y a la manera de operar ante cada situación. Siempre hay un margen para los imponderables, pero al estar previstas las soluciones para algunos percances, disminuyen los riesgos de no alcanzar el objetivo y, con frecuencia, la ansiedad, el peor mal de nuestros tiempos.
En efecto: la ansiedad suele estar vinculada a procesos de anticipación, vaticinio de lo que puede llegar a ocurrir, elaborado a partir de nuestra experiencia previa. Frecuentemente es una sensación difusa, abstracta, que aminora cuando identificamos cuál es la base de nuestra preocupación.
“Y si me enfermo?” “¿Y si pierdo el pasaporte?” “¿Y si no me permiten abordar el avión?” El ejercicio mental de definir cuáles son las perspectivas que nos preocupan y cuáles son las soluciones a implementar si llegara a presentarse alguna de ellas, minimiza la incertidumbre y aterriza nuestro abstracto malestar. Y ¿qué es eso, más que planificación estratégica?
Sin embargo, el control sobre las situaciones es apenas una ilusión. Podemos prever obstáculos, minimizar riesgos y anticipar soluciones que nos conducirán a nuestra meta en un gran porcentaje de los casos, pero que nunca garantizarán que no exista un margen para el fracaso.
La verdadera pregunta que debemos hacernos es ¿Qué es lo peor que puede ocurrir?
A pesar de nuestra enfermiza anticipación catastrofista, aun cuando ocurrieran las terribles situaciones que tememos, las consecuencias no tendrían un impacto definitivo en nuestras vidas la mayor parte de las veces. Son pocas las cosas que no tienen remedio.
En una entrevista que me hicieron dije, hace un par de años, que estaba convencida de que el hecho de convivir permanentemente con vestigios de otras épocas, de experimentar el paso de las estaciones, ubicaba a los europeos en el tiempo y les recordaba la transitoriedad de cada cosa. Todo es pasajero: a la austera desnudez del invierno le sucede la riqueza floral de la primavera. Eso debe alimentar nuestra esperanza y darnos cierta ecuanimidad frente a las cosas. Nos emplaza en otra perspectiva: seremos capaces de sobrevivir a los rigores del entorno y vendrán nuevas experiencias que dejarán en el pasado –que no en el olvido- nuestras penas.
Tenemos la necesidad, para evitar nuestra extinción como especie, de anticiparnos a las amenazas con el fin de evitarlas, pero quizá valga la pena confiar en nuestras habilidades, en nuestras alianzas y en la Divina Providencia para afrontar con eficacia cada situación y para encarar con un poco menos de angustia el día a día.
linda.dambrosiom@gmail.com
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